Los dos conciertos que Bob Dylan ofreció en el Orpheum Theatre de Memphis empezaron tal como solían empezar antaño las actuaciones de los grandes maestros del blues y del soul. Con la estrella ausente del escenario mientras los músicos de su señora banda improvisaban ruedas de grasiento rhythm & blues para caldear el ambiente.
Pasados unos minutos hacía aparición el bardo de Minnesota, con rostro sereno pero inmutable, se sentaba detrás de su piano y le daba rienda suelta durante un par de vueltas más, antes de cantar los primeros versos de «Watching the River Flow».
Nadie sabe ni sabrá jamás del cierto si la intención de Dylan era homenajear a quienes le habían precedido en tan emblemático escenario –el Orpheum se encuentra en el cruce de las calles Beale y Main, en pleno corazón de Memphis y a escasos metros de las aguas mitológicas del Mississippi-, o si la cosa respondía a una declaración de principios, la de quien se sabía poseedor de la más genuina banda de blues que actuaría a lo largo de esas dos noches en Beale Street –ahí estaban Bob Britt, Doug Lancio, Donnie Herron, Jerry Pentecost y por supuesto Tony Garnier-. Sea como sea, «Watching the River Flow» parecía manifestarse en el lugar y en el momento oportunos para dar inicio a una ceremonia con todas las de la ley.
Se ha hablado de Dylan como gran preservador de toda una tradición que le precede y de la cual él mismo ya forma parte. No en vano está aprovechando el presente tramo norteamericano de su Rough and Rowdy Ways World Wide Tour para homenajear el legado musical de algunas ciudades donde actúa. En Memphis se lo pasó en grande tocando a su aire el «Big River» de su buen amigo Johnny Cash a pocos quilómetros de los legendarios estudios Sun –y una vez más, a orillas del mismo Mississippi-. También reinterpretó una de sus perlas recientes, «Goodbye Jimmy Reed», en clave rockabilly y con un patrón rítmico que parecía un guiño al «Memphis, Tennessee» de Chuck Berry.
Salvando la cita al Hombre de Negro, el repertorio de ambas noches fue calcado al que ya pudimos escuchar el verano pasado cuando el mismo tour hizo varias paradas a lo largo y ancho de España, con Rough and Rowdy Ways (2020) como columna vertebral y sin concesiones al formato greatest hits. Pero los conciertos fueron totalmente distintos de los que Dylan venía ofreciendo hace apenas nueve meses. Ahí tuvimos ese «My Own Version of You» en clave de Americana crepuscular que podría haber pasado por un descarte de Time Out of Mind (1997), un «When I Paint My Masterpiece» con marcado acento swing, o un «Gotta Serve Somebody» donde el juke joint le ganó de una vez por todas la partida a la iglesia.
Entre los momentos estelares de ambas noches, un «I’ll Be Your Baby Tonight» en clave de piano blues etílico y corrosivo, el gran final con «Every Grain of Sand» y un «Key West (Philosopher Pirate)» reconvertido en balada épica de estética fifties. Si esta última pista fue en su día uno de los grandes reclamos de «Rough and Rowdy Ways», sobre las tablas se ha convertido en uno de los puntales del directo presente de Dylan, y se ha ganado a pulso la condición de clásico en uno de los cancioneros más absolutos que jamás haya dado la música popular.
Se comenta en los foros dylanianos que el actual tramo norteamericano del Rough and Rowdy Ways World Wide Tour va a ser el último de dicha gira –un rumor que cobró fuerza una vez confirmado un tour veraniego junto a Willie Nelson y John Mellencamp-. De ser así se cerraría uno de los capítulos más apasionantes de la trayectoria reciente de Dylan, quizás el que más. Durante los últimos tres años hemos visto a un venerable octogenario que ha alterado en diversas ocasiones la historia de la música, dando la espalda a su propio legado para defender a capa y espada un presente del que pocos pueden presumir a esas edades. Es esta actitud, la de mirar adelante y no recrearse en hazañas que ya llevan décadas documentadas en los libros de historia, la que sigue diferenciando a Dylan de todo el resto.
Texto: Oriol Serra