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Flamin’ Groovies, Teatro Barceló, Madrid

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Hubo un tiempo en el que el rock and roll era contemporáneo y un artefacto obsoleto a la vez. Desde que las ingobernables melenas se convirtieran en marca de estilo frente a los mesurados tupés, pudo parecer que la esencia primitiva había cambiado. Lo yeyé frente a lo rocker, o alguna conjetura así. Al final nada de eso salvó el orbe, pero sí los corazones impetuosos de aquellas teenage heads que siguen esparcidas a borbotones a lo largo y ancho de este planeta.

En los cincuenta los grupos de rock y doo-wop que completaban con armonías vocales las prístinas guitarras; en los sesenta la crudeza, el nervio, del que –sólo en apariencia– pudiera adolecer –de hecho no lo hizo– la década anterior, sumado a lisérgicos coros y superposiciones instrumentales. Brechas en un juego que únicamente había cambiado la parte del espectro que resultaba visible. Pero los protagonistas sonoros jamás olvidaron su procedencia. Así que si los Beatles quisieron ser Buddy Holly o los Stones como Jimmy Reed, los Flamin’ Groovies eran como Rufus Thomas o Chuck Berry en una época de transición entre los viajes de ácido más desmesurados y la inminente ruptura proto-punk.

De entre la bruma de los tiempos del rock and roll Wilson, Jordan o Alexander han quedado por sus hitos en el imaginario colectivo del aficionado que prefiere el sudoroso directo de garito. Así para otros fue la gloria del estadio y probablemente es como debió de ser. Porque frente a las multitudes que deciden pagar cantidades astronómicas por ver a sus bandas predilectas también existe otro lugar, que ha permanecido ahí siempre. Si la proyección de los de San Francisco hubiera sido estratosférica, ahora serían otros los que ocuparían estas líneas. Bonitos ejercicios de nostalgia que no cambian la realidad, pero que edifican las pulsiones románticas del fan y su ídolo.

Oportunidad única desde luego la que se brindó en el Teatro Barceló de la ciudad de Madrid para ver el directo de aquellos otrora rockeros a desmano y pioneros del power pop llamados Flamin’ Groovies.

La formación de Ziburu, The Lookers, ejerció de telonera en un concierto que bien pudo tener entidad propia sin acompañantes. Sin embargo, fue un verdadero placer para el trío francés abrir un directo de la banda de San Francisco de la que se consideran fervientes seguidores. Auténtica explosión de garaje a pleno volumen en la que el componente primitivo se expresa sin coerción efectista, más cercanos a la explosión revival de los ochenta, amén de poseer una  mirada hacia la frescura de ciertos conjuntos británicos y escandinavos de la primera década de esta centuria. Media hora en la que presentaron algunos de los cortes de su EP Never had control.

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No se hizo esperar en exceso la aparición de Cyril Jordan –del que destacó su camiseta de camuflaje tras quitarse la chaqueta–, Chris Wilson, George Alexander y Víctor Peñalosa. Una formación para defender las tonadas de su etapa inglesa sin olvidar algunos clásicos anteriores.

Homenaje a los Byrds para comenzar –responsables en buena medida del sonido jangle de la banda– con Feel a whole lotta better. El público ya había ocupado casi la totalidad del Teatro Barceló y la expectación era máxima. Continuaron con un clásico del orden de You tore me down seguido de I can’t hide. Hicieron gala de guitarras cristalinas y destellos de voz todavía rabiosos –a pesar de que no pudieron escucharse en todo su esplendor–. Otra hornada de selectas piezas llegó con I want you bad, los beatlelianos ecos de Please please girl o Yes I am. Desfase eléctrico con aquel éxito popularizado por Freddy Cannon y llamado Tallahassee Lassie. Luego el St. Louis blues de W.C. Handy que presentaron como una de las canciones con más versiones de la música popular. Los californianos se mantuvieron comunicativos durante todo el directo y destacó la especial conexión entre Cyril Jordan y George Alexander. Después más versiones con el She said yeah de Roddy Jackson y Sonny Christy o el Don’t you lie to mede Chuck Berry. En Married woman hubo tiempo para los latigazos de voz de George Alexander en uno de los acontecimientos más guitarreros del concierto. Between the lines sirvió de preludio para las celebradas Slow death y Shake some action, que sólo pudieron –como no era posible de otra forma– desatar la locura de todos los presentes.

Por fin llegó el momento de los bises –que pareció por instantes como comerse las lentejas de una en una– en el que se despidieron con latigazos del calado de Teenage headLet me rock yJumpin’ Jack flash.

Cerca de hora y media redonda que no defraudó y en la que hubo momentos de diversa intensidad pero que, en definitiva, brindó a todos los seguidores del conjunto californiano la oportunidad de ver algunos de sus temas favoritos con una formación cuasi original –o al menos la que tuvo el protagonismo de buena parte de la década de los setenta­–.

Texto y fotos: Alex Jiménez

 

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3 Comentarios

  1. «Stones como Jerry Reed» no será Jimmy Reed
    Una pena que olvidaran el «Jumpin’ in the night» que llevaban en el setlist

  2. pena el concierto de Zaragoza…mas bien penoso…fundamentalmente por el sonido, que desquició a la banda desde el primer tema, de hecho se retiraron ofuscasdos en la segunda, y ya al regreso se arreglo levemente, pero el desquicio ya lo llevaban y nos dejaron tanto sonido como grupo con un muy mal sabor de boca.

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