Uno de los epítetos más alegremente adjudicados en el rock es ‘’psicodélico’’. Basta con que las guitarras adquieran una casi líquida elasticidad, que el desarrollo musical sobrepase un punto de no retorno, que la letra balbucee coloristas incoherencias, para que reaparezca el adjetivo supuestamente visionario. Sospecho que a Bardo Pond —fundados en Filadelfia al amanecer los noventa por los hermanos Gibbons, guitarristas de libérrimas querencias, aumentados poco después por Clint Takeda (guitarra) y la cenicienta belleza de Isobel Sollenberger (voz, flauta)— les debe hacer tanta gracia como a mí.
Una mentalmente expansiva discografía, bajo cuya superficie oficial se detectan cassettes y CDrs, no deja lugar a dudas: su interés por lo alucinógeno ha sido tan primordial como la pasión por amalgamar krautrock desorbitado y sonámbulo antifolk. Su nombre proviene del tibetano Libro de los Muertos, el debut Bufo Alvarius —reeditado en vinilo+CD ampliado, todavía una abrumadora experiencia a la que entregarse abandonando toda esperanza terrenal— honraba a un sapo venenoso, y titularon otro álbum Amanita. Este fervor lisérgico se condensa en su flamante nueva entrega, homónima para recordárnoslos en estos tiempos de breves romances sónicos. Se ha saludado Bardo Pond como su más placentero colocón hasta la fecha, una inmejorable inmersión para neófitos. Desde la inicial «Just Once», con Isobel entonando dubitativa mientras se desata a su alrededor un borrascoso aquelarre de guitarras, el álbum se desenvuelve como pasmosa destilación de lo que estos locos beatíficos llevan soñando desde sus orígenes, hoy ayudados por Aaron Igler (electronics) y Jason Kourkounis (batería). Se deja uno impregnar por la paranormal grandeza de «Sleeping», el goteo cósmico y electrizante ascenso de «Cracker Wrist»… y se dilatan entusiasmadas las pupilas, se agudizan los sentidos y vuelas, extrañamente leve, sobre desconocidos, aún familiares, abismos internos. Ese es el objetivo de la música, por supuesto, alentar —en este caso empujar— al viaje interior.
Ignacio Julià