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Blues en la encrucijada: Mark Easton, o cuando la blasfemia ya no es pecado

Muchos son los que aseguran que el blues está muerto. Pues desde aquí vamos a demostrar que no. Que está más vivo que nunca, y no solo eso, sino que ha sufrido múltiples mutaciones. Y que blues hay hasta debajo de las piedras. Blues bastardo, quizá. Pero a fin de cuentas, blues.

Si empezamos diciendo que el álbum que motiva este texto se compone de versiones de temas como «On the Road Again», «Smokestack Lightning», «Baby Please Don’t Go», «Spoonful» o «Hoochie Coochie Man», es probable que el noventa por ciento de los potenciales lectores suelten un bufido de hastío (yo lo soltaría) y pasen página en busca de algo más estimulante (yo lo haría). Pero permítannos solicitar su atención durante unas líneas más, porque Mark Easton no es, ni de lejos, otro bluesman aseadito aburriendo ovejas con calcos pulcros e impersonales. Easton es, de hecho, un tipo de lo más interesante, iconoclasta incluso; oriundo de Queensland, en la Gold Coast australiana, y con un pasado remoto en el que transitó por el punk y el glam, tuvimos noticias de él por estos lares a principios de la pasada década, a raíz de la edición de Money Is The Root Of All Evil (2009). Ya en aquel trabajo se apreciaba una personalidad por encima de la media, refrendada por el cáustico comentario en las notas del libreto: “Grabado en dormitorios, habitaciones de hotel, retretes y sótanos a lo largo de Australia”. Lo que se dice dejar las cosas claras desde un principio, vamos. Tanto los temas propios como las tres versiones incluidas (Percy Mayfield, Arthur ‘Blind Willie’ Reynolds y Hound Dog Taylor) se movían en territorios íntimos, pactando entre el sello personal y la evidente deuda con el blues más enraizado.

Mark Easton | SpotifyTres años más tarde, en Grind (2012), añadiría generosas dosis de rock y funk al sustrato, dotando a su música de músculo y empuje. Jugada que repetiría, corregida y aumentada, en Free Yourself (2020), sobre el que planea sin disimulo la sombra del hard blues de los setenta. Pero resulta que un año antes -y aquí entra lo que de verdad nos interesa-, nuestro hombre se había ido de viaje nada menos que a Mongolia, regresando de allí absolutamente cautivado no solo por la música del país sino también de otras latitudes como Oriente Medio, Kazajistán y el Norte de África. Aquel periplo, auténtico viaje iniciático, contrastó de forma fulminante con el inmediato confinamiento que todos conocemos. Un periodo que le sirvió para seguir indagando y estudiando al respecto, al tiempo que se proponía aprender los secretos del canto gutural y dominar nuevos y exóticos instrumentos como el morin juur, el dombra o el arpa de boca. Todo ello con la intención de incorporarlo, obviamente, al blues. A su blues.

Y así, lo que en manos de alguien menos genuino podría haber sido un pastiche de músicas del mundo para esos aladines occidentales que visten sarouel y toman infusiones sentados en el suelo, derivó por el contrario en un disco de blues –Dark Blue (2023)- innovador, luminoso y oscuro a partes iguales. El modo en que la nueva instrumentación se adaptaba a los estándares blues de aquellas canciones propias era sutil e inteligente; al igual que ocurre con los mejores ropajes, las sonoridades se adaptaban al contorno del modelo realzando su figura, nunca deformándola ni ocultándola.

Un primer aviso que ahora llega en todo su esplendor con Nothing’s Sacred, el citado álbum de versiones del que hablábamos al principio. Alegato desde su propio título, el proceso de desacralización al que Easton ha sometido a todos esos clásicos es digno de encomio. Mucho más seguro de sí mismo en cuanto al uso de todos esos instrumentos ajenos, el australiano se suelta y nos regala unas relecturas absolutamente sorprendentes, cuya escucha resulta toda una experiencia. En realidad, Nothing’s Sacred parece la obra de un descubridor, de un aventurero; alguien que frente a los ídolos de siempre ha sabido encontrar otra mirada con que venerarlos. Una mirada que, además, no se sale por peteneras vanguardistas, sino que conserva el clasicismo al tiempo que esgrime un estimulante halo contemporáneo.

 

 

Eloy Pérez

 

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