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Blues en la encrucijada: Endless Boogie, ni en listas ni en hostias

Muchos son los que aseguran que el blues está muerto. Pues desde aquí vamos a demostrar que no. Que está más vivo que nunca, y no solo eso, sino que ha sufrido múltiples mutaciones. Y que blues hay hasta debajo de las piedras. Blues bastardo, quizá. Pero a fin de cuentas, blues.

Se acerca fin de año, damas y caballeros. Y ya desde finales de noviembre, los diversos doctores y eruditos que semanalmente estructuran esta sección han mantenido diversos cónclaves (unos más que otros, que obreros y zánganos siempre los ha habido y habrá) para dilucidar –entre bourbon, volutas de humo y platos de disco- los mejores trabajos de la presente añada. Esos que más vale que, si no lo han hecho ya, compren, escuchen y disfruten, so pena de ser expulsados de la cofradía. Tendrán nuestras conclusiones en breve, no se apuren.

Pero antes de ello, y a la espera de que esta mierda de dinámica sociocultural que nos ha acompañado hasta ahora continúe con su distópica insensatez a lo largo de 2022 (los optimistas, por  favor, a la puta calle) nos adelantamos esta semana para rescatar uno de esos títulos que suelen esquivar las antologías anuales (la nuestra al menos) pero sobre el que sería injusto no incidir. Más que injusto, diría que casi incompetente por parte de los que aquí estampamos la firma.

Porque la última andana de Endless Boogie, ese oscuro combo que desde finales de los noventa ha usado el friki de Paul Major (ex punk, coleccionista de rarezas y experto en bandas sepultadas bajo los ácaros de la masiva e inculta indiferencia) para vehicular su personal visión del blues rock más ciclotímico, seguramente pasará demasiado –e injustamente- inadvertida para el público estándar del blues.

Sea ese o no el caso del lector, apuntemos que tenemos novedad a su cargo. Admonitions, título de la entrega en cuestión, es una patada en los huevos de las que te dejan doblao y pidiendo espacio para respirar. Grabando de nuevo para No Quarter, sello al que se mantienen fieles desde hace más de una década, los neoyorkinos insisten a macha martillo en su particular concepto del blues, el rock y la psicodelia (especiado hasta la extenuación con otras hierbas, cierto es). Ese que hace de la improvisación su filosofía y de la repetición, su marca de fábrica.

Un álbum resultado de dos años de curro, primordialmente en dos largas sesiones: la primera en la gélida e idílica quietud del archipiélago de Estocolmo durante 2018, y la segunda en un húmedo y sórdido sótano de Brooklyn, en febrero de 2020. Dos sesiones a tres guitarras; las de Matt Sweeney, Jesper Eklow (en tareas adjuntas como productor) y las del propio Major, más la sección rítmica de Mike Bones y Harry Druzd. Cinco tipejos a su puñetera bola, dando forma a siete canciones para las que el término pantanoso se queda dramáticamente corto. Esto es mierda de la buena: densa, saturada, hipnótica. Escuchar (experimentar, en lenguaje de critiquillo) los más de veinte minutos de la inicial «The Offender» o de «Jim Tulli» (dos salvajadas de aúpa) es meterse en un trance eléctrico del que no se sale fácilmente. Como tampoco escapa uno de la vibrante ortodoxia de «Disposable Thumbs», de la batuta de Jagger/Richards en «Bad Call» o ni tan siquiera del gancho para primaveras de «Counterfeiter», con el lánguido de Kurt Vile como el primo de la novia, lechuguino invitao. De los dos últimos temas no hablaremos demasiado. Si sobrevive el oyente a todo lo dicho, un poco de minimalismo experimental tampoco va a acabar con él a esas alturas.

Al igual que casi todo su material, Admonitions no deja de ser una eterna variante en un bucle infinito, una especie de moroso tornado que te secuestra, te eleva y te retuerce girando a cámara lenta; un tornado el que una vez te ves atrapado, solo puedes dejarte llevar y esperar que el aterrizaje sea lo más benigno posible.

 

Eloy Pérez

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