Rutas Inéditas

Joe Strummer & The Clash, Banda en vano (La pierna izquierda)

 

The Clash (Foto: Adrain Boot)

El tiempo no ha erosionado la chulesca imagen icónica de una de las mejores bandas británicas de todos los tiempos. Queda claro leyendo este artículo retrospectivo firmado por un conocido autor de novela negra inmerso en la cultura rock. La pierna izquierda de Strummer es aquella que no dejaba de tironear espasmódicamente hacia abajo mientras guitarreaba o gritaba su dueño sobre un escenario, local de ensayo o estudio de grabación. La pierna parecía ir por libre. La pierna era 1977 mientras la banda a partir de 1979 ya estaba en 1985. Una rótula engrasada con la que llevar el ritmo y avisar(se) de que eran una banda nacida de la bomba H y no la enésima puesta a punto de Led Zeppelin en tiempos de la disco-music. Igual esa misma pierna es la que decidió dejar en un aparcamiento de la Castellana el ya mítico Dodge de color perla y matrícula de Oviedo. Quién sabe qué piensa una pierna izquierda y más de un tipo como Joe Strummer.

Vecinos de la Bomba H

Los méritos de The Clash son muchos. Y uno de ellos es haber nacido, crecido y sobrevivido al lado de una explosión nuclear que destruyó el mundo. La bomba H eran los Pistols, obviamente. En una canción de Rotten & Co. no hay —ni antes ni ahora— salvación posible porque no puedes esconderte en ningún sitio. Es un agujero negro, una puta supernova maligna que te atrae, te ocupa, no te deja pensar en otra cosa, tampoco en la propia canción. Y al acabar haber sobrevivido a la canción. A la mutación después de la canción. Una grabación de los Sex Pistols era y es una experiencia telúrica. Te echan a la cara tu traición —como sistema, como tribu y como persona—, te condenan sin necesidad de juzgarte —lo acabas de hacer tú mismo— y te indican que no hay escapatoria ni mentiras a partir del Momento Cero. Esto era el fin y el fin había aniquilado cualquier posibilidad de hacer nada con ello. Y a golpe de guitarra y voz poseída. Era, entre otras cosas, la profecía del rock’n’roll autocumplida: ¡boom!

John Lydon no quería canciones de amor ni canciones de combate. Quería drones ruidosos no manejables y llenos de peligro. No quería parecer guapo ni molón. No quería que le follaran —a lo sumo que no le ‘’ahostiaran’’ por la calle— ni ser una estrella. No quería caerte bien o ser como tú. Parte de la fortaleza de los Pistols era exhibir su condición de insobornables. Pero no en base a unos valores o creencias o ideología. Eran insobornables porque se sabían una mentira pero era suficiente: todas las mentiras son la misma mentira. No querían perdurar, no tenían plan de salvamento tras la inminente colisión y, gloriosamente, todo les importaba una mierda incluido tú, su fan. Joder, cómo molaban.

The Clash coincidieron en tiempo y espacio con aquello y tuvieron la virtud, la personalidad y el temple de no amilanarse ni tampoco hacer seguidismo. Buscaron su lugar en el tablero. En el arte tan importante es el talento, el sentido de la oportunidad como conocer pronto y bien de qué va el negocio. Y este es un negocio con una serie de casillas en las que solo puede haber uno por casilla. Y los Pistols tenían una tendencia a ocupar casi todas casillas. Como cada uno en su tiempo, Beatles, Madonna o Joy Division. En el caso que nos ocupa, la decisión de The Clash fue más inteligente. Fue leer claramente que no había competición entre bandas porque funcionaban en mundos virtuales paralelos. Así que decidieron ocupar también todas las casillas del tablero menos las que indicaban inmolación, nihilismo de guardería y el tener de bajista a un retrasado mental guapo y autolesionable.

Unos, en la zona oscura, plantando la cara a un sistema, con voluntad de terrorista inmolador y los otros, sacando réditos del propio sistema —discos dobles al precio de uno, bla, bla, bla, conciertos por causas ‘’justas’’— antes de acabar asumido en este, con sus grandes éxitos, los USA y Rock de Estadio preparando a los U2 de finales de la década de los ochenta. En cierto modo, parecía que a través del arte de la música, los Pistols te mostraban la verdad mientras The Clash eran la verdad a través del artificio: la iconografía rock honesta de toda la vida: Elvis en Sun, Jerry Lee Lewis, Beatles en Hamburgo… Todo esto, envuelto en papel de fumar ya que no se sostiene plantear que las dos bandas fueron maquinarias creadas para ganar por listos del negocio, Malcom McLaren y Bernie Rhodes, no cuatro colegas del instituto. Pero lo más probable es que la gran diferencia entre bandas fuera y sigue siendo John Lydon, uno de los tipos más inteligentes y lúcidos de la música popular de siempre.

The Clash tenía todo lo que tenían que tener para ser La Mejor Banda Del Mundo. Y lo fueron desde el 79 hasta la MTV. Tenían actitud y presencia. Canciones y una pegada y sonido reconocible. Sabían hacer discos de espectro como London Calling. Tenían ambición no ya de derribar el templo con Sansón, los fariseos, EMI, la BBC, Paul McCartney y la Reina dentro, sino de limitarse a quitarse de encima lo baboso, lo virtuoso y aburrido, lo que no era poco. Era obvio que querían ser estrellas, hacer grandes discos en el que aunar una tradición —la del rock’n’roll visceral, directo, elemental, el soul sudado y de frente resplandeciente, especias reggae— conectado con las emisoras del resto del mundo, llámese Lorca, Jamaica o Casbah. Eran abiertamente planfletarios de izquierdas, revolucionarios de manifestación tanto como de acudir a ver a tía Bertha y tomarse con ella un té, la excusa perfecta para fans de los folkies —The Clash les salvaron la vida, maldita sea—, cuando los otros eran simplemente unos leprosos basura blanca que al primer manguerazo se los habían quitado de en medio.

Las contradicciones de unos y otros eran muchas pero las mentiras en el mundo de The Clash eran infecciosas pero no mortales, mientras que la de Pistols eran amputación y pérdida del paciente. A Lydon no le cabía matizar o reconsiderar el mensaje; de hecho, no lo hizo ni con PIL. A The Clash, sí. Su bandera fueron la denuncia, los triples a precio económico, su conexión con el entorno, su orgullo de clase. Pero lo que queda de ellos que nos mola mucho son sus canciones de desamor, sus arengas nihilistas adolescentes, sus historias de chicos torpes y chicas listas. Es decir, lo de siempre. Que el capitalismo era muy malo y que explotaba al Tercer Mundo lo sabía todo el mundo. Hasta debían saberlo en CBS. Y todas sus canciones políticas y de denuncia aguantan si la canción aguanta y esas voces atolondradas y mal colocadas, y ese cemento spectoriano te golpea en el plexo solar y tienes la sensación que escuchar algunas canciones de Strummer, Jones y compañía aún es una sensación sólida. De tableta de chocolate. De mordisco y clac. De agarrarte a un brazo y apretar hasta que se giran y te dicen ‘’¡¿qué?!’’.

 

Llamando a Radio Clash

¿Por qué aún The Clash? En primer lugar, por las canciones. Algunas, las suficientes. En sus mejores cortes, los chicos conectaban los cables adecuados y te empujaban hacia adelante y Lázaro andaba. Tenían el entusiasmo de los grandes. Sabían comunicar la urgencia de lo que decían, te zarandeaban para que les prestaras atención. Les iba la vida en ello. Vitalidad, compromiso con su propio arte y con la comunicación a cualquiera y con el mayor alcance posible. Creían que el rock’n’roll les salvaba la vida y ellos estaban dispuestos a salvarle la vida a él y a la humanidad. Como Springsteen —de quien The River es mucho London Calling— eran una banda con una misión. Su honestidad —como la de Bruce— era también naif, embrollada, imparable porque no había caja registradora en el planteamiento. Eso los hace aún de los nuestros.

Antes lo he mencionado y es el hecho de que —como suele pasar— las canciones más abstractas o medularmente dirigidas a la imposibilidad de relacionarse, al hecho de buscarse y perderse, levantarse en cada caída, aspirar a algo más que esto y ahora, mantienen vigencia musical y emotiva. No así las de claro sentido político o ideológico por el planteamiento infantiloide, porque el decurso histórico los dejó obsoletos o por las propias incongruencias de la banda. El suicidio de los Pistols demostraba lo abiertamente honesto que era su ‘’no quiero lo que hay ni lo que habrá porque no te quiero a ti’’. Mientras que The Clash era una vuelta a los orígenes, limpiamos el Cadillac y vamos a dejar que se suban también los otros, los que corrían con nosotros en las manis de Nothing Hill. Pero en sus maneras había algo épico, había y hay algo puro en buscar ser uno mismo a través de la energía tribal del rock’n’roll. Eso también estaba en sus canciones, en sus actuaciones y, al no ser nada impostado, nos ha llegado en buen estado de conservación y sigue emocionando.

La fidelidad a una banda habla de eso. Tanto de lo que te pueden dar o generar en un momento dado —la adolescencia—, esa nítida constancia de que esa canción, esa música, esa banda te busca a ti, te habla directamente a ti y te explica, te narra como nadie puede narrarte. Pone palabras, músicas y sensaciones a lo que tú querías decir y no sabías… o quizás ni sabías qué querías decir. Recuerdo todas esas escuchas. En una caja de zapatos de habitación rebotando esas consignas como «Death or Glory», «Brand New Cadillac», «Spanish Bombs», «The Guns of Brixton» todas del London Calling como antes me habían flipado «Janie Jones» o «Police & Thieves» y luego las de Sandinista: «Somebody Got Murdered» o «Police on my Back». Todas resonaron en un hogar de clase obrera, todas hablando de saltar la tapia y echar a correr. Todas con ganas de salir a las calles a ver a tus amigos y volver a hacer lo mismo para seguir hablando de lo mismo: historias de guitarras y chicas.

Pero, en un truco de alquimista, perfecto, emergía sin avisarse, del baúl de London Calling, la canción perfecta, escrita por Mick Jones a Viv Albertine. Molaba mucho que una canción por la que el 99.9% de las bandas hubieran matado a padres, hijos y mascotas, no saliera ni referenciada en la contraportada o en las solapas. «Train in Vain» pareció un acto de orgullo y autoconfianza brutal. Regalar de ese modo ese trozo de canción de pérdida, de desesperado intento de retener lo que ya has perdido, entre aguantarte el puchero de crío y el amor propio deslizado entre el ‘’quédate’’ y ‘’tú te lo pierdes’’. Con el tiempo uno sabrá que el misterio no fue una argucia bravucona sino un error cometido y no enmendado. Mick Jones la compuso en una noche y fue grabado de inmediato cuando finalizaban las sesiones del álbum. Su destino era ir en formato de flexidisc de promo con la revista NME pero su autor decidió que NME no se merecía una canción como esa. Así que se incluyó sin dar tiempo a referenciarla. Se le fue llamando «Stand by Me» hasta que Robert Johnson volvió del infierno para poner algo de criterio y ajustó el título.

Ese tren que coges para ir a donde está ella y tratar de salvar lo insalvable. Ese amor en vano. Ese tren que ya no aleja al buscavidas ayudándole en la huida sino al chaval que trata de no perder de dónde es, de lo que no fue, y que no sabe si eso que trata de asir son cadenas o brazos y que tampoco importa mucho. Es solo la vida tumultuosa. Es solo rock’n’roll: una fantasía.

 

Texto: Carlos Zanón. Publicado en Ruta 66 # 363, octubre de 2018.

 

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