Rutas Inéditas

Rock and Roll Hall of Fame: Cleveland Rocks!

 

 

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¿Un museo para el rock’n’roll? ¿La más rebelde, implacable, vitalista de las artes contemporáneas anestesiada y expuesta en una vitrina? Para responder a esta y otras cuestiones visitamos el Rock’n’roll Hall of Fame and Museum en Cleveland, Ohio, la ciudad donde el legendario Alan Freed bautizó el rock’n’roll. Fue el verano de 1996.

El rock no ha muerto, que yo lo sé. Solo ha sido metafóricamente encerrado en las vitrinas de esos viscosos establecimientos, los Hard Rock Cafe, que pueblan ciudades elegidas del planeta como Helsinki, Las Vegas o Singapur. Lo declaran esos miles de camisetas que los carentes de vergüenza exhiben a la menor ocasión pensando que anuncian ‘’he estado allí y me gusta el rock’’, cuando en realidad lo que uno lee es ‘’soy un borrego y no me entero’’. El rock no ha palmado, no todavía. Lo han convertido en una suerte de ilusión mediática con la que atraer a la rueda del consumismo a las nuevas generaciones y mantener en la inopia a aquellos adolescentes de los sesenta/setenta que ahora solo acuden a un concierto cuando Tina Turner menea el culo y la peluca, el hipnotizador Mark Knopfler suspende en una siesta colectiva a plazas de toros enteras, o Pink Floyd exprimen la central eléctrica de turno con su desparrame lumínico. El rock es tema común en los suplementos dominicales y las sobremesas enrolladas, aunque, afortunadamente, sus elementos más vitales se mantengan muy alejados de tales foros.

Para aquellos que pensamos que lo peor que le podía pasar a nuestra música era ser disecada y condenada a contemplar como una tropa de turistas japoneses, yanquis o catalanes, zampan hamburguesas con nombre de mito recalentado y beben cola en vaso de plástico de alegórico diseño, ver la imaginería del rock transformada en atracción de feria no deja de resultar paradójico. ¿Un museo del rock’n’roll? ¡No me jodas! ¿En Cleveland? ¿Y quien coño va a querer ir hasta Cleveland, una ciudad que como muchas otras capitales estadounidenses fue fulminada por la reconversión industrial y el reaganismo? Hace tan solo unos años, quien visitaba la población de Ohio donde hace ya más de tres décadas Alan Freed bautizó el rock’n’roll, volvía con desoladoras imágenes de decadencia urbana y hundimiento moral.

‘’Cleveland rocks!’’, gritaba Ian Hunter a finales de los setenta. Pero en los últimos lustros el himno se transformó en lamento mientras Chrissie Hynde, nacida en Ohio, cantaba aquello de ‘’mi ciudad se ha desvanecido’’. Se refería a la cercana Akron, claro está, pero igualmente valía para muchas otras urbes americanas condenadas a una penosa agonía, sus imponentes centros urbanos abandonados y solo transitados por los fantasmas del desempleo y el crack. ¿Alguien ha detectado alguna banda notable de Cleveland desde la irrupción de Pere Ubu o Dead Boys? (Nine Inch Nails no cuentan, ¡que eres un listo!). Y, sin embargo, Cleveland renace por el empeño de sus poderes fácticos y sus ciudadanos de a pie, gracias en gran medida a la construcción allí del museo del Rock’n’roll Hall of Fame, la ubicación física de una institución creada por los capitostes de la industria musical para conmemorar que el rock por fin es cultura, una de las pocas culturas autóctonas cien por cien americanas. El negocio es el que manda, siempre ha sido así, pero había que darle al asunto un aire de respetabilidad, un cierto sentido histórico de cara al gran público.

 

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Lo dijo Ahmet Ertegun, presidente de Atlantic Records y co-director de esta institución fundada en 1983: ‘’Fundamos el Rock&Roll Hall of Fame con el propósito de reconocer a los artistas, compositores y productores responsables de haber convertido esta música en la más popular de todos los tiempos, no solo en América, la tierra donde nació, sino en todo el mundo. Aunque el rock’n’roll muy pronto tuvo una gran audiencia, siempre fue despreciado como forma artística, especialmente en los primeros tiempos. Desde su fundación, ha sido el deseo de la junta directiva hacer del Hall of Fame un hogar serio y digno en el que honrar a las personas que crearon esta música’’.

La iniciativa se hizo pública con una velada celebrada, a principios de 1986 en los salones del neoyorquino hotel Waldorf Astoria, para rendir tributo a algunos de los padres fundadores del rock. Allí estuvieron Chuck Berry, James Brown, Jerry Lee Lewis o Little Richard, pioneros que jamás habían recibido tan ceremonioso reconocimiento por parte de la industria. Aquella noche se anunció el proyecto de buscar un emplazamiento para la institución, un lugar donde organizar sus copiosos archivos y albergar una biblioteca. En un principio se pensó en comprar un viejo inmueble en Manhattan, pero los planes cambiaron cuando la ciudad de Cleveland se ofreció para edificar un museo de primera categoría que, según decían, había de atraer a los aficionados de todo el mundo. Y también a los turistas de pantalón corto y billetero fácil, por supuesto.

«Era básico que los objetos que obtuviéramos se presentaran en un cierto contexto histórico. No se trata de exhibir la guitarra de Muddy Waters sin más, sino de explicar la importancia de Muddy Waters como artista o plantearnos cómo presentar una sala dedicada al blues. Una de nuestras máximas preocupaciones ha sido decidir qué historias íbamos a contar y a enfocar el desarrollo y la evolución del rock. Se trataba de crear una institución con actitud» (Dennis Barrie, director del museo)

Cuando una luminosa mañana de agosto llegamos al centro urbano de Cleveland y a la orilla del inmenso lago Erie, el impactante edificio construido para acoger al museo resplandece como una inesperada pirámide. Nuestros prejuicios asoman maliciosos y nos decimos que solo estamos aquí porque, en nuestra ruta, era parada obligada entre Detroit y Pittsburgh. La grandiosidad y el estruendo de la entrada, con escaleras mecánicas subiendo y bajando de las alturas y coches de época suspendidos en el aire, nos hace esperar lo peor, un Disney-rock-world para paletos con chupa de cuero y familias de clase media, pero al descender hacia la planta subterránea donde se canjea la entrada por una de esas odiosas pulseritas de plástico y se inicia el recorrido, nos reciben desde una gran vitrina la guitarra y un gigantesco ampli de John Cipollina. Empezamos bien.

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En esta planta bajo tierra ya se despliega toda la potencia audiovisual del museo. Salas temáticas dedicadas a la radio o la evolución social y artística del rock, con postes dotados de auriculares en los que escuchar sonidos y explicaciones. Una gigantesca rueda, hecha de baquetas de batería usadas y autografiadas, donde están Keith Moon y Charlie Watts, pero también Moe Tucker y Steve Shelley. Un largo escaparate con las inefables vestimentas de Madonna y Alice Cooper, Iggy Stooge y Axl Rose. Otro escaparate, puntuado por pantallas gigantes de video que escupen imágenes de los Stones en vivo, donde se exhiben los distintos modelitos a través de las épocas de Mick Jagger. Rincones dedicados a escenas y estilos concretos, del blues al grunge, del soul al rock ácido, del punk al rap, concebidos con sentido didáctico y repletos de objetos significativos. Entre muchas otras piezas destacan en estas vitrinas el cartel con la proclama ‘’Gabba Gabba Hey!’’ de Ramones, una guitarra acústica de Johnny Cash, los brillantes uniformes de los Temptations, las letras manuscritas de éxitos de Jefferson Airplane o Grateful Dead, y una vieja grabadora que sirvió para registrar a los bluesmen primigenios en su hábitat natural.

A continuación se llega a los espacios dedicados a los grandes ídolos. Aquí están el mono de cuero negro utilizado por Elvis en el legendario programa de la NBC, el fosforescente uniforme que John Lennon luce en la portada de Sgt. Pepper’s y un estratosférico traje de Bootsy Collins. Las guitarras de ZZ Top y el álbum infantil de Jim Morrison, las letras del álbum Born to Run del puño y letra de Bruce Springsteen, el vestuario clásico de The Who y unos figurines de Michael Jackson, el instrumental de los Allman Brothers o la chaqueta que Jimi Hendrix bautizó «Purple Haze». En esta planta están también dos de las cuatro mini-salas donde se proyectan documentales que trazan la historia del rock tangencialmente, recalcando hechos tan fundamentales como sus orígenes afroamericanos o su continuada incidencia en las costumbres y la evolución social. La hora larga que empleamos en visitar esta primera planta subterránea se multiplica cuando comenzamos la ascensión por los distintos niveles, repletos de exposiciones y audiovisuales, adornados con vitrinas monográficas dedicadas a Neil Young, U2, Byrds, Everly Brothers y otros. En estos pisos superiores están la consola de grabación de los estudios Sun cedida por Sam Phillips, exposiciones fotográficas de Led Zeppelin y Velvet Underground, un restaurante con terraza, y dos salas más que proyectan mediometrajes donde el desarrollo del rock y su relevancia histórica son comentados por algunos de sus principales protagonistas.

Llegando a la cúpula se entra en el Hall of Fame propiamente dicho. Una sala oscura y de ambiente fastidiosamente reverencial en cuyas paredes resplandecen los nombres de los elegidos. Sus firmas sobre un cristal negro se ven acompañadas de minúsculos monitores de video que sueltan imágenes y palabras en constante repetición. En parte supone una decepción llegar hasta este limbo sombrío donde se conserva la esencia misma de esta institución, como si finalmente todo lo que contara fuera el recuerdo nostálgico de artistas que ya no son contemporáneos y los absolutamente inútiles grafismos de sus rúbricas. ¿Es este un panteón de los buenos o se acepta también a los malos? ¿Llegarán hasta este sancta sanctorum Village People o Johnny Rotten? El rock ya tiene su clase dirigente, su élite, su club privado.

 

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«Queríamos un museo que tuviera la energía y excitación del rock’n’roll, y asimismo que fuera fiel a la historia de esta música. Hemos intentado evitar las guitarras autografiadas. Preferimos obtener objetos que han significado algo en la vida de un artista. Tenemos muchas guitarras, claro, pero deben ser piezas clave para la carrera de quien la tocaba. Steve Cropper, por ejemplo, donó su primera guitarra eléctrica. Es un hermoso instrumento, y también algo muy personal» (James Henke, subdirector)

Resulta obvio que el Rock’n’roll Hall of Fame surgió de la cúpula histórica de la gran industria del rock. El núcleo original que rodeó a Ahmet Ertegun, padre de la idea, estaba formado por Jann Wenner, editor de la revista Rolling Stone, y los ejecutivos discográficos Seymour Stein, Bob Krasnow, Noreen Woods y Allen Grubman. El comité para nominaciones tuvo desde un principio a Stein a la cabeza, respaldado por los productores Jerry Wexler, John Hammond y Jon Landau; dicho comité cuenta ya con una rama británica formada por directivos de aquella industria discográfica. Se decidió que los artistas solo podrían ser nominados veinticinco años después de la publicación de su primera grabación. También se crearon apartados especiales para aquellos artistas influyentes en la génesis del rock y para los no intérpretes, sean compositores, ejecutivos discográficos o productores.

Aunque también hubo ofertas por parte de Filadelfia, Memphis, Chicago, Nueva Orleans, San Francisco, Los Angeles y Nueva York, la delegación de Cleveland fue la que mayor entusiasmo invirtió en conseguir la ubicación del museo, comprometiéndose además a recaudar los fondos necesarios para construir un edificio que costó casi cien millones de dólares. En Cleveland aspiran a que se convierta en un símbolo internacional tan reconocible como la ópera de Sídney. Para ello contrataron al prestigioso arquitecto I. M. Pei, quien empezó por confesar que no sabía nada de rock. Pei fue paseado por Memphis y Nueva Orleans e invitado a varios conciertos en Nueva York, hasta que aceptó el encargo. ‘’Cuando vi Graceland’’, declaró Pei, ‘’por poco rechazo el proyecto. ¡Es un lugar horrendo! Pero entonces llegamos a Nueva Orleans, me hicieron escuchar mucha música y me explicaron los orígenes del rock’n’roll. Finalmente lo entendí: el rock es, en esencia, energía. Mi idea era que el edificio se pareciera a una gran carpa que recordara los lugares donde originalmente se tocaba esta música. Hay una gran plaza delante para las actuaciones. Y el espacio para la exposición empieza bajo tierra y va subiendo en espiral hasta el techo, con el Hall Of Fame como pináculo’’.

En junio de 1993 se ponía la primera piedra con una ceremonia ante el lago Erie a la que asistieron Pete Townshend, Chuck Berry, Ruth Brown, Sam Moore y otros. Durante la construcción, muchos artistas de paso por la ciudad visitaron la obra —entre estos, Eagles, ZZ Top, Pink Floyd, George Clinton, Aerosmith y Crosby, Stills & Nash—, lo que fue erosionando cualquier reticencia que los famosos pudieran albergar hacia la institución. En julio de 1994 se celebraba la culminación de la obra con un acto que finalizó con la actuación de Jerry Lee Lewis. Se había nombrado director a Dennis Barrie, un especialista en cultura americana con veinte años de experiencia y célebre por su defensa de la libertad de expresión cuando se acusó de obscenidad al museo que dirigía por exponer la obra del fotógrafo Robert Mapplethorpe. Como subdirector se contrató a James Henke, con quince años de currículo en la redacción de Rolling Stone.

Lo que no puede negarse es la incipiente vitalidad del museo, que organiza conferencias por las que han pasado Ray Davies, Jerry Wexler y miembros de Allman Brothers o The Band; organiza cursillos y viajes para estudiosos del rock y géneros adyacentes; y sigue eligiendo quince candidatos cada año, quince nombres que son votados por un millar de especialistas de todo el mundo hasta quedar reducidos a siete. Estos siete elegidos son los honrados en una ceremonia donde se ha visto a Eric Clapton confesar que hubiera querido ser miembro de The Band pero no se atrevió a pedirlo, a Lou Reed cantando las glorias de Dion y su en vida odiado Zappa, a Paul McCartney reconociendo que John era el ídolo de los otros tres Beatles, o a Bono predicando las alabanzas de Bob Marley. Tras el intercambio de sonrisas emocionadas llegan las actuaciones, actos que han contemplado a Neil Young, Keith Richards y Jimmy Page uniendo sus míticas guitarras; a Johnny Cash, Steve Cropper y Little Richard compartiendo los focos; a Bruce Springsteen, Jeff Beck, Bob Dylan y Mick Jagger empujando una improvisada versión de un clásico; al poco sociable Jerry Lee Lewis conversando con Chuck Berry y Ray Charles; o la reunión por una noche de bandas como Cream, Byrds, Led Zeppelin, Doors o Velvet Underground.

Durante años consideré el Rock’n’roll Hall of Fame una fantochada. Sin embargo, tras haber visitado su emplazamiento, debo admitir que, el mal trago de pasar bajo uno de los muñecos gigantes utilizados en la película de Pink Floyd The Wall, que se activa cada tantos minutos cual fantoche fallero, o de sentirme insultado por los abusivos precios de una tienda de souvenirs que incluye un nutrido departamento discográfico, se vio recompensado por detalles como la sugestiva, vetusta maleta donde Howlin’ Wolf cargaba la pasta que le pagaban tras cada actuación, una fotografía de Janis Joplin totalmente desnuda en la entrada de uno de los lavabos masculinos o el vistoso cartel de una actuación de Nirvana teloneados por Butthole Surfers. No te molestes en llegar hasta allí, pero si te cae de paso, no lo dudes. Es algo más que una atracción turística.

 

Texto: Ignacio Julià

Publicado en Ruta 66, nº 122, noviembre de 1996.

 

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