Paso a paso, tomándose las cosas con calma, los amigos de Sunthunder están construyendo un catálogo repleto de joyas. De los Jacobites a Malcolm Scarpa, de Joey Skidmore a Kevin Junior, sin olvidarnos de referencias patrias tan por encima de la media como Jon Ulecia o Los Tupper, padres estos últimos del invento.
La nueva referencia del sello cántabro es el segundo disco en solitario de Gil Rose, tras la disolución de su antigua banda Les Hydropathes. Decididamente un plato no para todos los gustos, hay que tener el oído bien entrenado –flexible, permisivo, hambriento- para dejar que el peculiar estilo de este dandy del surrealismo, en especial su sentido de la melodía vocal (y gutural), acabe por convencerte.
Pero una vez situado uno en contexto y tras darle al repeat en unas cuantas ocasiones, esa especie de chanson marciana que cultiva el franco-suizo va calando poco a poco, mientras por la pantalla del ordenador, al escribir estas líneas, van desfilando los reflejos de Serge Gainsbourg y Johan Asherton, de Frank Tovey y el viejo Thunders, saludando las armonías repletas de aristas, los teclados vintage, las percusiones artesanales y los pasajes ora acústicos, ora ligeramente eléctricos de un cantautor sorprendente.
Grabado en los estudios Drive Drivision de Santander, encargándose él mismo de la mayoría de instrumentos y dejándose acompañar esporádicamente por miembros de la familia Tupper, ‘Brummellblues’ compendia el talento de un tipo al que el rutero con galones debería prestar, como mínimo, media hora de su tiempo –lo que dura el disco, directo al tuétano- si es que los años no le han mermado el interés por el rock que se cuece en los sótanos y las buhardillas. Un esfuerzo mínimo que conlleva una gratificante recompensa. Palabra.
Eloy Pérez