Si le ponen a uno este álbum a ciegas, lo más probable es que aventure que se trata de uno de esos discos –más o menos oscuros- de folk rock progresivo de finales de los sesenta o principios de los setenta. Algo salido tangencialmente de la escena de Canterbury o similar, para entendernos. Pero el homónimo debut de estos escoceses data del año pasado, y los miembros del grupo no son viejas leyendas sino músicos relativamente jóvenes que, eso sí, comparten una pasión por el mismo periodo y los mismos artistas, entre ellos Jethro Tull, The Sensational Alex Harvey Band, Captain Beffheart y la citada escena con Soft Machine a la cabeza.
Grabado en medio de la campiña, en apenas tres días y a piñón –presupuesto obliga-, basculando entre el progresivo menos sinfónico y un folk lisérgico de marcado acento pastoral, y añadiendo a la pócima un adecuadísimo colchón de vientos, ‘Big Hogg’ es ante todo un disco deliciosamente pasado de moda. Frente a revisionistas varios, -ya sean indies listillos que vieron que se liga más cambiando la distorsión por la mandolina o cantautores cuidadosamente desaliñados que cayeron del caballo al escuchar ‘Bryter Layter’ hace dos días en el café de moda-, si algo destilan estas diez canciones es una sensación de producto hecho al margen de todo, por el puro placer de revisar un tipo de música ajena a cualquier actualidad.
Dejemos que sea el propio Justin Lumsden, guitarra, cantante y compositor principal de los de Glasgow, el que dé las últimas pistas: “la verdadera «alma» de la música británica se puede encontrar en los arreglos de las brass bands de Yorkshire (…) También los Kinks hicieron discos de rock que suenan maravillosamente británicos – casa eso con Soft Machine y Dr. John y tienes los ingredientes básicos para Big Hogg”.
Y si hiciera falta alguna prueba más, para los que se pregunten quién es ese R.W. al que dedican el último tema, se trata de Robert Wyatt. Así que más claro, agua.
Eloy Pérez