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The Hateful Eight: Quentin Tarrantino, Una carta de Lincoln para él

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Cuando los cuchillos bastardos sellaron la frente de Hans Landa, un significativo contrapicado marca de la casa y Brad Pitt como vicario del director sentenciando con aquel lapidario “creo que esta va a ser mi obra maestra”, pactaron una deriva singular: la de las ambiciones de Quentin Tarantino como cineasta. Por cada largometraje una plétora de referencias fílmicas extendidas con devoción y pasiones primigenias; la distancia como fin de la ingenuidad y el hechizo atávico de la pantalla. En palabras de Lipovetsky “cuando ya no se cree en nada, se desata el juego puro de los signos que giran sobre sí mismos en una circularidad especular infinita” o lo que es igual, un glorioso bofetón de refritos que produce –para algunos– un placer similar al de encontrar sitio en agosto en las playas de Benidorm.

En Django Desencadenado (Quentin Tarantino, 2012) el de Tennesee lograba despojarse de la estructura de capítulos y abrazaba la linealidad en un ejercicio que no renunciaba a los excesos visuales –cómo rehusar a filmar la sangre sobre las flores del algodón– pero que adoptaba una nueva serenidad. Vestigios de Peckinpah e inevitables referencias –desde el título a la presencia de Franco Nero– al spaghetti western pero revestidas de cierto hieratismo fordiano.

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Con este escenario dibujado y en aras de un nuevo filme ambientado tras la guerra de Secesión estadounidense la mente del ávido espectador se ponía a elucubrar acerca del venidero material. Así, Los Odiosos Ocho (Tarantino, 2016) desfilan sobre el nevado paisaje de Wyoming con unos intertítulos que resultan taxativos en lo relativo a las dudas sobre el producto a devorar. Primeros capítulos que siguen un cauce lineal y que invitan a pensar en la utilidad de las particiones como dispositivo narrativo, cuestión que se despeja a mitad del metraje con los habituales saltos temporales y escenas contadas desde puntos de vista simultáneos. John Ruth, Marquis Warren, Daisy Domergue y Chris Mannix conversan fieles a la marca de estilo Tarantino en una primera parte del largometraje que funciona como preludio del misterio pero con unos diálogos que andan lejanos de las peroratas hipnotizadoras de anteriores personajes salidos del imaginario de Tarantino.

Las apariciones estelares de Michael Madsen y Tim Roth suman para la galería de guiños referenciales. El retorcido y exuberante sentido del humor se sirve a través de una puesta en escena minimalista con la Mercería de Minnie como lugar catalizador de la acción que, si bien respira a través de los planos de diligencias en la nieve, se desmarca de este modo de la esencia crepuscular de Django. Una tierra de nadie en la que Tarantino interviene como narrador mediante la voz over y cuyo acierto reside, más que en mitificar mediante un revisionismo voraz, en clavar sobre la butaca al espectador durante la trama detectivesca iniciada por el personaje de Samuel L. Jackson y que trata de clarificar las intenciones e identidades de los odiosos ocho. En definitiva la octava película de Tarantino que para algunos se convertirá en su enésima producción y en la que otros bucearán gratamente a través de un océano que se parodia una y otra vez hasta la extenuación.

 Texto: Alex Jiménez

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