Resulta de un mérito incalculable presenciar a grupos que optan por mantener una trayectoria sosegada. Que se meten en ese proceso cada vez más denostado de entrar a un estudio a grabar un álbum únicamente cuando tiene algo que sacar de sus entrañas. Es —o debería ser— así como se forja un legado respetable. Pienso en bandas como Spoon o Dead Meadow, que con sus más de dos décadas de carrera nunca han hecho un mal disco, gracias fundamentalmente a preservar sus tiempos por encima de cualquier exigencia industrial. También en Real Estate, ese grupo tan virtuoso como complejo siempre ensordecido por el ruido nebuloso y musicalmente ajeno que siempre le ha acompañado.
No hay una forma sencilla de resumir la carrera de este singular conjunto. Una banda cuyos miembros alardean de tener otras inquietudes, de hacer como si Real Estate fuera un hobby al que atender cuando les entra el gusanillo. Lo que ocurre es que, cuando sienten el picorcillo, lo proyectan de una forma exquisita. Escucho canciones como «Water Underground», «Interior» o «Airdrop» y pienso en ese estilo de deportista que parece que nunca aprovecha del todo su potencial, ese al que se menosprecia porque en su talento se encuentra gran parte de nuestra felicidad. Termino de escuchar Daniel y, como me ocurre con cualquiera de los anteriores cinco álbumes, me invade esa mezcla de sensaciones. Sin embargo tengo claro, aunque cada día se nos ponga más difícil, que el virtuosismo solo es apreciado cuando lleva a la inconstancia de la mano.
BORJA MORAIS