No se colgó el cartel de No Hay Entradas –como sí lo hubo la noche anterior en Madrid- para recibir a Shawn James en Barcelona, pero poco faltó: la parroquia congregada en el Razz 2, superaba de largo lo habitual en este tipo de saraos. Y es que la trayectoria del susodicho por estas lindes no puede calificarse sino de exponencial: de sus primeras visitas en formato íntimo a las ceremonias actuales –no multitudinarias, pero más que notorias– hay un largo y sustancial trecho.
Así pues, ante un público que felizmente casi triplicaba el de su última visita, salió al escenario nuestro hombre. Y lo hizo con tranquilidad, sentándose a las teclas y arrancando con varios temas lentos por aquello de saberse dueño de la situación. Introducción pausada pero in crescendo, tras la cual se calzó la guitarra y empezó a repasar temazos, con especial atención a su última entrega.
Sacadas de ese particular homenaje al western que es Honor & Vengeance disfrutamos, entre otras, de «Six Shells (The Outlaw Anthem)», «Ballad of the Bounty Hunter» o «I Want More» mezcladas con pequeños clásicos pretéritos. Una primera hora larga en la que el muy cabrón hizo con su voz lo que quiso, mientras dirigía un cuarteto que –sección rítmica aparte- suple la falta de una segunda guitarra con el espléndido violín de Sage Cornelius, auténtica piedra de toque sobre la que sustenta su personal sonido.
Llegaría entonces un largo, muy largo interludio en formato de solo acústico iniciado con la única mancha en su último trabajo: «Muerte Mi Amor» sonó tan fláccida y garbancera como en su versión en estudio; un capricho que en algún momento llegó a invocar aquellas mierdas mosqueteras que en los noventa congregaban a Bryan Adams y Sting mientras Rod Stewart invitaba a Antonio Banderas a unas pajillas. Tupido velo y palante, porque la cosa mejoraría y mucho. Primero con la versión del «Ain’t No Sunshine» de Bill Withers, siguiendo con el ya lejano pelotazo en la PlayStation que fue «Through The Valley» y poco después con esa magistral relectura del número de la bestia de Iron Maiden, coreada a pleno pulmón. Y un rato más tarde, cuando parecía que el concierto iba a despedirse con un par de bises en clave eléctrica con la banda de nuevo en escena, alargándolo hasta cinco temas y terminando con una bacanal sónica de padre y muy señor mío.
Con los saludos de rigor, llegaron las luces y la música de la sala para decirnos que para casita que es domingo. Pero tras unos instantes de estupor, la reflexión y la sensación inmediatas –que no han cambiado a la hora de escribir estas líneas– fue la de haber asistido a algo grande. A un bolo de un artista que no deja de crecer, que tiene una garganta privilegiada y una facilidad para seguir escribiendo páginas memorables en el gran libro del rock, el soul, el blues, el folk y todas esas hierbas que –bien mezcladas y cocinadas– no necesitan petardos ni falsos profetas para seguir emocionándonos. Al menos mientras queden tipos como él.
Texto: Eloy Pérez
Fotos: Marina Tomás Roch