En 2024 Slowdive son, gracias a dios, una paradoja. Si en su día sufrían el mal de ser en el mejor de los casos el segundo nombre en una enumeración que solía presentar a My Bloody Valentine en primer lugar, hoy se han convertido en un subgénero en sí mismo. Sobre todo, gracias a dos álbumes de retorno, el homónimo Slowdive (2017) y everything is alive (2023) que no solo han actualizado sus virtudes de los noventa sino que los han convertido en padrinos y vanguardia de una forma de entender la música —ambiental, emocional e hipnótica al mismo tiempo— que sintoniza bien con la sensibilidad de una nueva generación.
Otra de esas paradojas es que por las características de su música parezcan funcionar mejor cuanto más grande es la sala en la que tocan. En este caso, una Riviera agotadísima y llena de una legión intergeneracional de fieles, a pesar de la ausencia de Pale Blue Eyes, que no consiguieron llegar a tiempo desde Barcelona. Al fin y al cabo, Slowdive siempre miraron tanto a sus entrañas como a las estrellas, son tan introspectivos como expansivos, un complicado equilibrio perfecto entre el pop C86 y el indie ochentero con la herencia del rock gótico de Siouxie o The Cure (ahí está «Kisses» para demostrarlo) o el space-rock, pasado por la vanguardia a lo Brian Eno que siempre se coló vergonzosamente entre sus canciones.
El elegante hieratismo de Neil Halstead, Rachel Goswell y Nick Chaplin ha creado escuela a la hora de conseguir que sus himnos no parezcan serlo: los crescendos de «Star Roving» o «Catch the Breeze» parecían surgir espontáneamente, como una evolución natural de sí mismas. Más tarde, sonaron seguidas «Alison», «When the Sun Hits» y «40 Days» antes de los bises, como no quien quiere la cosa, como si no tuviese mayor importancia, antes de recordar que «Sugar for the Pill» es un clásico moderno.
El concierto, como el universo, no se acabó con un estallido sino con el silencio. El de la austera «Dagger», que ya anticipaba el slowcore de Low, y «Golden Hair» de Syd Barrett para acabar, que demostró que el grupo de Reading nunca necesitó de efectismos. La enésima paradoja: qué bonita es la contradicción.
Texto: Héctor García Barnés
Fotos: Sergi Fornols (Sala Razzmatazz, Barcelona)