Está de dulce, el amigo Israel. Con reciente y mayúsculo logro en lo discográfico y en estupendo estado de forma sobre las tablas. Así lo fue demostrando -según contaban los asistentes- en las cinco fechas por España que precedieron al cierre de la misma en la sala de Montjuic, que no fue excepción al respecto. Buena entrada ya a primera hora, con el savoir faire de Marc Rockenberg amenizando la espera; éste, sin el apoyo de sus Elephant Ears, supo ofrecer un más que notable show acústico repasando temas de varios de sus trabajos hasta el momento.
Tras su set y con la sala ya repleta, salía a escena la banda para una escueta intro, antes de que el gran hombre apareciera de entre bambalinas y diera comienzo la fiesta.
Y la fiesta tuvo, en su primera parte, nombre propio: Ozarker. Lógico en cuanto, si acabas de parir algo que se parece mucho a una obra maestra, qué menos que pegarle un buen meneo ante la audiencia. Intercaladas con algún momento anterior («Woman at the Well», «Lucky Ones», «Baltimore»), las canciones de su último trabajo -ya de por sí espléndidas- sonaron a gloria; desde la inicial «Can’t Stop», pasando por «Roman Candle», «Shadowland» o la propia «Ozarker», esa maravilla que el bueno de Springsteen lleva veinte años (largos) intentando escribir. Pero sería «Pieces», otro punto álgido del álbum, el que ejercería de algún modo de bisagra entre las dos partes del show.
A partir de ahí, y con «Lost in America» a modo de despegue (tras una larga perorata introductoria, no la única), la banda y el propio Nash se irían soltando más y más, llevando los temas a otro plano; sin que ello implique que estuvieran agarrotados hasta entonces, ni mucho menos, pero tal vez sí un poco más contenidos. Y es que los últimos cuarenta minutos de la otra noche fueron una lección magistral de rock americano puesto al día, un perfecto ejemplo de cómo sonar contemporáneo partiendo de la tradición.
Una lección magistral a la que cabe añadir otra: la de dominar como pocos ese arte, tan jodido, de dejar al personal eufórico y, a la vez, un tanto insatisfecho. Tal cual unos Crazy Horse recién despiojaos, sus cabalgadas eléctricas nunca trascienden los límites del rancho. Justo ahí, en ese momento en el que notas que las guitarras están en su punto, que el único límite es el horizonte, ahí tiran de las riendas y regresan. Lo practican en estudio y lo repiten en directo: un delicioso, vibrante y puñetero coitus interruptus que, lejos de frustrarte, te deja todavía más cachondo y expectante para el siguiente asalto.
Y así, tras el cierre con «Rain Plans» (el álbum del que más picotearon, aparte del último), uno se da cuenta de que no solo ha vivido un sobresaliente show de rock, sino una puesta al día de ese viejo adagio según el cual, al público siempre hay que dejarlo un poco hambriento. Porque como bien comentaban en redes tras uno de los shows precedentes, es cierto que podrían alargar los temas y dejarse llevar en jams sin fin. Y también pasar de la hora y media de show, a las dos horas y pico. Podrían, sin duda. Pero entonces serían otra banda.
Texto: Eloy Pérez
Fotos: Sergi Fornols