Destrozando la caseta de los remilgos de un soplido, Bob Mould demostró que el recelo que en principio podía despertar su presentación sin grupo no tenía base sobre la que sostenerse. Atronador desde el primer acorde, y algo tímido, el ex-Hüsker Dü y Sugar no tardó ni un milisegundo en encandilar a un público que ya venía enamorado de él de casa.
El escenario, una caja negra en la que solo había un amplificador central y un pie con micrófono, concentraba toda la atención en un Mould que —¿cómo se les puede haber olvidado a algunos?— siempre ha sido un maestro del bombardeo sonoro. Su animalística presencia pasó de la mansedumbre a la ferocidad con la velocidad de un espasmo muscular. Entre implacables zarpazos a las cuerdas de su Stratocaster y cuasipunteos incomparables a nada que haya visto en mi vida, Mould se sacudía como una bestia entre tres paredes que podían contener su cuerpo, pero no el vendaval que comandaban sus férreas cuerdas vocales.
«Siberian Butterfly», «Something I Learned Today», «If I Can’t Change your Mind»… el cancionero desplegado el jueves, recauchutado con estrenos de reciente forja, dio prueba de la relatividad del tiempo. La proeza que presenciamos fundió pasado, presente y futuro, evidenciando que el talento de Mould lleva décadas reciclándose, vigorizándose como una bovina conectada a una fuente de energía inagotable. Como un Tesla del siglo XXI, Bob parece haber aprendido a domar la electricidad. Es como si la viera, como si la sintiera correr por debajo del cemento. Cuando acabó la exhibición, los pies me pesaban menos, la calle parecía moverse con más armonía. Presenciar arte verdadero hace que todo cobre sentido, aunque solo sea durante los segundos que dura el sonido de un trueno.
Texto: Rafa Suñén
Foto: Nacho Trisat
Estupendo artículo. No has podido describir mejor las sensaciones de un concierto así.
Fue un truño