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La Anábasis de Bob Dylan, la vuelta a casa

Cae sobre Madrid una lluvia épica. El poeta de los mil nombres, el que, como Lázaro, se fue y volvió, está en la ciudad. Bob Dylan es escueto y serio: no viene a jugar, hacer amigos o ganar dinero; viene porque es necesario. Como Jenofonte y sus 10.000, la única opción es aquello que hay delante, en el horizonte y dos pasos antes de la extenuación. Una vez allí, el cansancio desaparece y el reto, antes mayúsculo y deprimente, es eclipsado por uno mayor. Así lleva Dylan 60 años y así seguirá hasta que repique la última campana. Hoy, segundo jueves de Junio, le toca inaugurar “Las noches del botánico”, festival que llena Moncloa de música todos los veranos y en el que continúa su gira (¿de despedida?) “Rough and Rowdy Ways”.

El público, embutido en chubasqueros gratuitos, forma una larga cola y mira con preocupación al cielo. No es el diluvio, pero es esa lluvia que cala lo suficiente como para molestar. Frustrados, guardamos los móviles en la funda sellada que obliga a usar la promotora (phone-free show, lo llaman los anglos), e iniciamos la lenta y ansiosa búsqueda de una butaca empapada. Poco antes de apagarse las luces, y con el trasero ya encharcado, deja de llover.

A pesar del favor de los Dioses, y como en toda epopeya digna de ser contada, la cosa empieza mal. Salen vestidos de negro crepuscular y el sonido se interpone. Dylan pelea por sobrevivir y retrasa sabiamente su entrada vocal para dar oxígeno a un desubicado técnico.
Una mueca de indignación mal disimulada cruza la cara de Jenofonte cuando empieza a cantar; es evidente que tampoco se escucha bien “dentro”.

La banda sobrevive por sus canas, peleando un “Watching the river flow” que resulta inquietante, tanto desde el punto de vista conceptual como por su atropellada ejecución.  Le sigue uno de los pocos clásicos del concierto, “Most likely you’ll go your way (and I’ll go mine)”. Dylan clava los pies en el suelo, los dedos en el piano y los ojos en la nada; llegó la hora de cantar.

Meloso y cristalino, se recrea donde más le gusta: la interpretación. El Dylan octogenario dobla una canción de mil maneras sin llegar nunca a romperla. Corta frases que en su día eran largas, extiende lo escueto y su voz ya no se rompe en los agudos. En un nuevo avance creativo, retrasa sus finales líricos para entrar “fuera de tiempo” con respecto a la banda, creando un peloteo entre melodía y armonía muy inusual y poco intuitivo. Es el anticlímax total, el suspiro que sustituye a unl estallido. Intrigado, observo que ayuda a crear el aura de misterio que rodea a Jenofonte, oculto entre sombras.

“I contain multitudes” y “False prophet”, de las más oscuras del nuevo material, terminan de lanzar a la banda. Son 5 más el líder, que toca anárquicamente el piano arropado por dos guitarras, bajo/contrabajo, batería y un violinista ecléctico. Brillan en el medio tempo y las baladas, destacando sobre todas ellas “I’ve made up my mind to give myself to you”, una pieza de amor muy elegante para tiempos tan decadentes. Sobre ella, Dylan susurra, casi sopla, acariciando las mismas notas que antes azotaba. Sigue jugando al despiste en alguna caída y la canción, llevada con correa por bajo y batería, crece pero nunca estalla.

En “My own version of you”, más rápida que en el disco, “Goodbye Jimmy Reed”, finísima y “I’ll be your baby tonight”, se transforma en divulgador de la tradición, que es a lo que realmente se dedica, y muestra los elementos de los que se compone el folclore estadounidense: la disonancia y tristeza del blues, las corcheas “tuneadas” del swing y el shuffle y el galope del rock n’roll. Todo son recursos, nada es una constante y los arreglos pueden cambiar de una noche a otra, aunque todo está dentro de las limitaciones del estilo, que son numerosas. Dylan lo expande más que nadie pero es un género estático desde hace décadas y la innovación estructural se reduce a pinceladas puntuales.

“When I paint my Masterpiece”, que tiene fama de ser un chiste, resulta perfecta para resumir el viaje del creador. La “obra maestra” es imposible de lograr para un auténtico artista; el crítico interior se encargará de no aceptarla nunca. La gran obra es siempre la siguiente, ¡tiene que serlo! En la heroicidad de empezar de nuevo residen el talento, la genialidad y la magia.
Y cuando canta: “Me quedaré aquí hasta que escriba mi obra maestra”, la lluvia que no ha caído aparece en mis mejillas. Jenofonte se cuadra de nuevo, su mirada siempre fija en la nada, y deja la balada definitiva: “Key West”. Recita entonando, sobre un tempo mucho más flexible que el del disco, una críptica reflexión sobre la vida. La canción suena a ocaso y se lee como un entierro. Tras ella, el anti-héroe parece más mayor y cansado, aunque ya se divisa el final.

Aferrado al marfil de sus teclas, pasa por el único “gran” hit del repertorio, “You gotta serve somebody”, convertida en un rock tribal de guitarras ligeramente distorsionadas. Encara el final con dignidad y espíritu, buscando salir victorioso una vez más pero sin garantías. “Mother of Muses”, que de por sí es épica griega, es el agradecimiento final del creador a las musas, sin las cuales todo sería muy mediocre. Tras otra interpretación de leyenda, cierra la letra:
“Camino ligero y lentamente llego a casa”. Más lluvia para las mejillas.

Como siempre, la última llega sin avisar. “Every grain of sand” cierra el círculo, recordando a William Blake y a Dios quienes, aunque de formas muy distintas, están siempre presentes. Tras la última rima, Jenofonte sale por primera vez de su refugio tras el piano y trastabilla ligeramente. Se mueve despacio y apenas sonríe, asintiendo levemente tres veces antes de que se vayan las luces y, con ellas, el último Dylan que pisará Madrid.

Texto: Arcadio Falcón

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