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Chris Isaak – Noches del Botánico (Madrid)

 

Estrenaba gira europea Chris Isaak, a sus 66 años sospechosamente bien llevados, y parecía tener prisa por darse un baño de masas que le quitase el polvo acumulado estos últimos años: para la cuarta canción, una liviana «Don’t Leave On My Own», ya había abandonado el escenario principal del Botánico para subir a las gradas en el otro lado de la pista, chocando puños y rompiendo corazones.

Isaak es hoy más Elvis que nunca, para lo bueno (buenísimo) y lo malo, que no lo es demasiado. Su show lleva años funcionando como el mejor exponente del melodramatismo del rock and roll de los años cincuenta, aunque hubiese quien echase de menos algo de intensidad y menos momentos sentado a las escobillas de la batería, rememorando (volviendo a Elvis) aquel ‘68 Comeback Special.

Sobre su piel, el traje de espejos no resulta hortera, sino amigablemente autoconsciente y atemporal; sobre el escenario, las inexplicables coreografías de su guitarra Hershel Yatovitz y su bajista Rowland Salley caen hasta simpáticas. Él mismo se quita importancia. No soy más que un entertainer semiprofesional, bromea, solo un poquito por debajo de Taylor Swift. No hay distancia emocional entre el cantante y el público, rendido a sus pies desde el primer momento, aunque como bien sabía Elvis, es todo fachada: le amamos pero nunca sabremos quién es realmente.

Pródigo en canciones del que sigue siendo su mejor disco, Forever Blue, y de su predecesor San Francisco Days, así como de un buen puñado de versiones (un par de Roy Orbison, cómo no, alguna de Elvis Presley, por supuesto, «La tumba será el final» de Flaco Jiménez, también), Isaak ha conseguido alcanzar ese imposible equilibro entre el show perfecto a la americana y la emoción desnuda que transmitían sus primeros trabajos. Parece querer ventilarse rápidamente «Wicked Game» (y con ella, las pantallas de los móviles) para relajarse junto a sus músicos bajando el pistón. Incluso le cede el foco a su bajista para interpretar «Killing the Blues», aquella canción que grabasen John Prine o Robert Plant con Alison Krauss, antes de regalar una larga «Baby Did a Bad Bad Thing», bailarinas incluidas.

Un show tan perfecto que cabe preguntarse qué fue de su carrera, por qué nunca fue capaz de alcanzar las cotas de sus grandes discos de los ochenta y los noventa. La respuesta quizá esté en esa efigie perfecta, esculpida seguramente con ayuda externa, y en esa voz en la que el paso del tiempo no ha hecho ninguna merma. De igual manera que el propio Isaak parece congelado en el tiempo, su carrera también lo está, al haber renunciado para siempre a abandonar el circuito de oldies. Al menos, Isaak puede disfrutar en Europa de recuperar su vigencia en olor de masas, de dejar de ser figura de cera para convertirse en un humano más, el mejor de los humanos, una tórrida noche de verano que parece salida de una de esas canciones de Sun Records que tanto le gustan.

Texto: Héctor García Barnés

Fotos: Salomé Sagüillo

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