Entramos en la casa de Micah P. Hinson para concerle bien de cerca unas semanas antes de una nueva gira donde presentará su último álbum, «I Lie To You» los días 15/3 (Barcelona), 17/3 (Sevilla) y 20/3 (Madrid).
No descubro América si digo que existen distintas categorías a la hora de realizar una entrevista. Están las que se realizan por correo, sin duda alguna la forma más absurda; las que se hacen por teléfono, una de las más habituales y a la que uno acaba por cogerle cariño; una nueva categoría ya asentada por causa mayor como es la del Zoom, mucho mejor que hablar por teléfono, siempre y cuando el entrevistado acceda a poner su cámara, algo que no sucede (por estadística personal del que escribe) casi la mitad de las veces. Resulta frustrante hablar ante una pantalla negra en la que se lee bien grande en letras blancas el nombre del artista, por si acaso se me olvida a quién estoy entrevistando.
Y, por supuesto, está la entrevista cara a cara, el Xanadú del Periodismo. Si Woody Allen afirmaba que las dos palabras más bellas de nuestro idioma no son “¡Te Quiero!”, sino “¡Es benigno!”, en el caso de un reportero estas dos palabras son, sin ninguna duda -y más en estos tiempos de desapego físico y desconexión emocional mediante la múltiple conexión interactiva-: “¡Entrevista presencial!”.
Hablamos de una conversación que, por lo general, suele durar entre 20 minutos y media hora (al menos en el mundo de la música. Me consta que, por ejemplo, en el mundo del cine, este tiempo es bastante menor) y en la que un artista está en plena promoción de un álbum o de una gira. Veinte minutos en los que un músico se dedica a contestar prácticamente las mismas cuestiones sobre esta u otra canción del nuevo disco y en la que espera hablar poco o nada sobre su vida personal. Veinte minutos en los que los periodistas miramos constantemente el crono deseando que el tiempo se pare o que, al menos, vaya más despacio, como un equipo que va perdiendo 0-1. Veinte minutos que acaban, gracias por tu atención y que pase el siguiente. Veinte gélidos minutos que, en varias ocasiones, uno de los dos conversadores recordará para siempre.
Sin embargo, en esto tan denostado y desagradecido que suele ser el Periodismo a veces suceden cosas. Cosas que nos recuerdan por qué se hace querer tanto a pesar de todas sus hostias. Como hacerte abonado a un parque de atracciones abandonado en el que, muy de vez en cuando, funcionan las montañas rusas. Qué maravilloso sigue siendo.
Esta historia empieza con una propuesta de otras tantas. Promotora que propone encuentro para promocionar gira española de un artista norteamericano, confirmación por parte del medio y a la espera de instrucciones. De repente, la luz. “Micah prefiere hacer la entrevista presencial”.
¿Quién soy yo para decirle que no?
De repente, luz más fuerte. “¡Micah propone hacerla en su casa!”, seguido textualmente por: «will the journalist be comfortable with this? We can smoke and drink and talk and it will be comfortable.»
Ojos como platos. ¿En serio voy a viajar a Texas para hacer esta entrevista? ¿Mascaremos tabaco, beberemos a morro y, si voy con tiempo, asistiré a un rodeo? ¿Cuántos transbordos y autobuses tendré que coger para llegar a su casa? Que Texas es por lo menos 500 veces La Manga del Mar Menor, que diría Pepín Tré.
Ahí estaba yo, en medio de mi paja mental, cuando me envían la dirección y todo mi viaje a tierras de Rangers y Cowboys se va al traste. Micah P. Hinson, nacido en Memphis y criado en Texas, vive en Carabanchel. ¿Por qué? Esa será la primera pregunta.
Transcurre una semana.
Micah me recibe en una bonita casa reformada y diáfana que destila paz, en la que juguetes de Batman protegen a su tatuada guitarra de cualquier villano. Una estantería llena de libros y vinilos, un tocadiscos salvaguardado por un muñeco de Maradona -la novia de Micah es argentina- secundado por el mítico “que la sigan chupando” o encima de la mesa una edición de Pedro Páramo, cuya introducción escribe Gabriel García Márquez.
Suena música de fondo, tan imperceptible que no llego a saber lo que es. Ofrece agua y coca cola, se despide de su novia, se pone el sombrero y me invita a la terraza para empezar la conversación. Digo conversación y no entrevista porque le sugiero que esto vaya más allá del típico “pregunta-respuesta”. Que hablemos de lo humano y de lo divino y que no voy a utilizar grabadora para fomentar la naturalidad, aunque luego tenga que estrujar mi memoria.
Micah P. Hinson es uno de los cantautores más introspectivos que ha dado el folk americano. Sus composiciones descarnadas tratan de forma concisa una vida turbulenta, llena de baches y curvas cerradas. Una vida que no tiene ningún reparo en compartir, no solo a través de sus letras sino en cada entrevista que ofrece. Una vida sobreexpuesta de la que lleva haciéndonos cómplices desde hace casi dos décadas. Esta es la razón por la que este artículo pretende –ya juzgarán ustedes si con mayor o menor éxito- mostrar el momento vital en el que se encuentra Micah y cuál es su lugar en el mundo; qué le ha traído a vivir a Madrid, qué opina de la música actual, de las nuevas tecnologías o cómo se siente después de haber lanzado I Lie To You, quizá su álbum más crudo y, sonoramente hablando, más minimalista.
Salimos a la terraza a pesar del frío porque Micah fuma mucho. Pero mucho. Más o menos cada minuto y medio. Normalmente usa su ya famosa boquilla, pero también da caladas cortas a cigarros sueltos o se toma un poco más de tiempo con tabaco de liar. Afirma ir entendiendo mejor el español, pero de hablarlo ni de broma. Hola, sí y adiós. Se define como “un gringo en un barrio de Madrid que le gusta porque todo está a mano y hay gente paseando en cualquier momento”. Mi primera pregunta, como he dicho hace unas líneas, partía desde la mera curiosidad, pero Micah se toma un momento tratando de buscar las palabras adecuadas, mantra que repetirá a lo largo de toda la charla. Cuando lo hace, ya no hay quien lo frene. 6-7 minutos hablando de su infancia y de su educación. De la culpa y de la redención y de otros viejos fantasmas sobre los que está acostumbrado a escribir en privado y cantar y contar en público. 6-7 minutos en los que me planteo si lo de no usar grabadora ha sido buena idea, algo que Micah me recuerda con cierta socarronería.
Me llama la atención el éxito que, ya con su primer álbum, ha tenido un autor como él en un país como el nuestro. Un hombre que habla de temas totalmente incompatibles con la naturaleza patria. Un cantautor que escribe sobre el lado oscuro de la vida y que cayó de pie desde el principio en la tierra donde nunca se ponía el sol. Una relación en la que a priori se juntan el hambre y las ganas de adelgazar y que, sin embargo, sigue vigente. Al comentarle si alguna vez se ha preguntado sobre ello, vuelve a hacerme lo mismo. Pausa larga, un “me lo han preguntado muchas veces y nunca me he parado a pensarlo, pero tengo una respuesta para ello”, y de nuevo una elaborada réplica en la que acaba hablando de la relación que existe entre sus orígenes indios y los españoles que los conquistamos. Y a ver cómo salgo yo de esta.
Ya a estas alturas corroboro la impresión preconcebida que tenía de Micah: es de esos artistas cuyo mundo interior le expone por completo al mundo que le rodea, sin filtros ni máscaras de carnaval. Una alienación necesaria y cada vez menos desarrollada. Son tiempos de hacerse notar, no de hacerse conocer.
En cuanto a esto último, Micah tiene claro que no podría llevar la misma carrera si ésta hubiera comenzado hoy. Rehúye de algunos de sus coetáneos de la americana, como Elvis Perkins, Fleet Foxes o Wilco (de quienes asegura que jamás ha escuchado una sola canción ni falta que hace) y alaba a Pixies, a Bon Iver y al último disco de… Bad Bunny. Sin embargo, se puede decir que estamos ante un hombre anclado al pasado, musicalmente hablando. Él bebe de Cash, de Dylan, de Lucinda Williams. De la música que escuchaba en su infancia.
Como estamos tratando sobre panorama actual, le pregunto por la movida del precio de las entradas y cómo afecta eso a los artistas de salas. ¿Es mejor porque, al ser más accesibles, la gente prestará más atención a los conciertos menores o es peor porque mucha gente se dejará sus ahorros e incluso parte de su herencia en conciertos multitudinarios? No lo tiene tan claro como el hecho de que esto solo perjudica a los músicos o como el hecho de que él no va a subir un euro la tarifa de sus conciertos (entre 18€ y 20€). Me cuenta que la entrada más cara que ha pagado en su vida fueron 60€ para ver a The Jesus And Mary Chain (ya le vale también a los hermanos Reid) y que ese es el precio tope que considera para dejarse en un ticket.
Micah sigue fumando casi tanto como respira o pestañea y yo estoy al borde de la hipotermia. Siempre me he imaginado que, de morir congelado, lo haría como el Jack de Titanic, tan guapo y tan dulce, pero supongo que sería más como el Jack de El Resplandor, algo menos resultón y muy ridículo de cara a la persona que tengo enfrente. Una persona que mira constantemente al suelo como si ahí hubiera un Cue que organizara sus pensamientos, sorbe con la nariz a menudo y me mira a los ojos cuando ha terminado con su reflexión. Pasamos a la casa y le digo, con cierto disgusto, que ya ha pasado la hora acordada y que aún hay que hacer alguna foto. “Tranquilo, podemos seguir, no tengo ninguna prisa”. No son las dos palabras más bellas, pero no andan muy lejos.
Miro a David, fotógrafo al que conozco de toda la vida, y creo que comprende que a esta charla aún le queda un buen rato.
Nos sentamos en el sofá y hablamos de temas de rabiosa actualidad. De canciones hechas por IA y la rebelión de las máquinas. De su preocupación, lógica supongo, por cómo la presencia total y dictatorial de la tecnología afecta y afectará a la vida de sus hijos, una neurosis cuya causa Micah asocia a la adicción que a él le provocaron ciertos medicamentos que, en teoría, iban a mejorar su salud. Píldoras que le recomendaron tras el famoso accidente que tuvo viajando con la banda aragonesa Tachenko. Tecnología y química, ciencias ambas, cuya doble cara es tan sabida como ignorada.
Además de escuchar con muchísima atención, Micah posee una mirada que va directa al alma, como sus canciones. Una mirada que no aparta cuando yo soy el que habla. Es en ese momento cuando uno de verdad entiende por qué este hombre ha llevado la vida que ha llevado y por qué no conoce otro camino que no sea el de abrirse por completo. Micah es a la vez esponja y altavoz. Absorbe e irradia todo cuanto le rodea, y la primera capa por la que todo pasa es por una mirada transparente como la ventana bajada de un coche. Es cuando Micah baja la guardia cuando valoro de verdad esta profesión. Ese momento en el que ves las costuras a un autor lleno de cicatrices y comprendes el motor que mueve su vida y su arte, como ver huellas en una playa y descubrir hasta de qué pie cojea el culpable. Sin conocerlo de nada y sin saber explicarlo.
Por supuesto, hay espacio en nuestro diálogo para la religión. Llevo toda la tarde evitando entrar en este tema porque temía que no saliéramos de él, tanto por su educación radical como por la mía, inevitablemente católica.
Hablamos de religión como referencia y de religión como doctrina; de elección devota frente a obligación. De cómo es posible que en sus conciertos olvide la letra de sus propias canciones pero sea capaz de recordar el Credo al dedillo.
De Donald Trump, Marilyn Manson y la posibilidad real de que la religión fuera el principal detonante por el que, desgraciadamente, uno no se dedicó solo a hacer hoteles y el otro no se dedicó solo a hacer canciones.
También de Texas y de la pantomima de sus leyes. De poder conducir con 16, poder poseer armas a los 18 y no poder beber hasta los 21. Prioridades. De la pena de muerte en nombre de Dios. Nadie es profeta en su propia tierra, pero eso a Micah poco o nada le interesa. Y a mí lo de Rangers y Cowboys cada vez un poco menos.
Han transcurrido 3 horas y ya es noche cerrada. Hacemos unas fotos y pretendo cerrar esta cita con alguna cuestión relacionada con su último disco, que al fin y al cabo es el motivo de este encuentro. Le pregunto sobre cómo le ha cambiado el proceso de composición y grabación, de cómo era Micah antes de I Lie To You y de cómo es ahora. Me cuenta, para empezar, que eso de que se grabó en cinco días y cinco noches no es tan así, que en realidad se tiró dos semanas en Italia. Afirma, de nuevo, que quiere encontrar las palabras adecuadas para responder y da importancia al camino que sigue en cada uno de sus álbumes, más que al resultado final. No recuerdo con exactitud su respuesta concreta, así que me permitiré la licencia de considerar que mi quizá-no-tan-excelente-memoria no consideró relevante la respuesta concreta. O quizá simplemente derivamos rápido a otro tema de aún menor trascendencia.
Recojo el papel en el que llevaba anotadas algunas ideas y Micah se fija en el libro en el que se soportan. Es No Voy A Salir De Aquí, la novela corta que escribió hace más de una década. Me pregunta, sin apartar la vista del libro, que si me gustó y contesto, sin apartar la vista de él, que por supuesto, que todo lo que destile realismo sucio y viaje en carretera tiene mi aprobación. El título en español no lo entiendo y por lo que veo, él tampoco. No comprendemos, una vez leído, qué tiene que ver con You Can Dress Me Up But You Can’t Take Me Out, su título original.
Antes de irnos, le pido dos cosas: primero, que escuche algo de Rosendo, para así ser cada vez menos gringo en Carabanchel. Segundo, que me escriba en la primera página de su novela-de-título-mal-traducido alguna impresión que haya tenido de nuestro encuentro. Puede ser un “Fuck Trump” o un “Fuck Wilco”. Coge un boli con su mano izquierda y empieza un garabato. El resultado es un monigote que me recuerda al Enigma que interpreta Paul Dano en The Batman y una frase que suelta de su boca: It Has Been.
Aún no entiendo muy bien qué significan, pero por el momento, las percibiré como tres de las palabras más bellas que he escuchado.
Texto: Borja Morais
Fotos: David G. Folgueiras