Con veintitantos y en primera fila de un concierto de Chinarro
Una señora no sabe de dónde es Sr. Chinarro y con toda naturalidad me lo pregunta. Me siento como en un sueño en el que, en lugar de Murcia, internet desaparece. Estamos en pleno concierto y todo el mundo más o menos se balancea. Ella no. Ella se tensa, está atormentada por la duda, a punto de asaltar a Luque para arrebatarle el carné de identidad. No la hago esperar más y le aseguro que es de Málaga. La señora por supuesto sigue dudando. Porque en el fondo lo sabe, pero no se acuerda. Por suerte, poco después el propio Chinarro apelaría a la Feria de Abril; todo un chute de memoria para su veterano público. Así pues, habiendo dejado en claro de dónde viene, y que no hay que fiarse de mí, pasemos a ver dónde está; por lo menos en el momento en que sucede todo esto.
Llego a la barcelonesa sala Wolf mucho antes que la señora y los músicos. Antes incluso que el propio escenario. Porque en su lugar hay una gran pantalla. Pienso en la posible literalidad del Reality Show. Algunos incondicionales llevan más de media hora afincados en la primera fila de este cine sin butacas, ya al borde de la ceguera. Entre ellos y yo, que estoy al fondo, hay un vacío que el paso del tiempo va llenando, pero no del todo. Dan las nueve y la pantalla se recoge a sí misma revelándose como un inofensivo telón. Aparece entonces un sobrio escenario y sobre él lo que todos estábamos esperando: un hombre con camisa de cuadros y su vivificante banda. Entonces me acerco.
Si bien el telón evoca al teatro, el concierto no puede abrirse más cinematográficamente con el «Luces, cámara y acción» de la fabulosa “Efectos Especiales”. Una breve mirada hacia el pasado que enseguida deja paso a la presentación del nuevo álbum, Reality Show, el cual van a tocar entero, según comentan. Dosifican por tanto la nostalgia entre el principio y el final, para dedicar el grueso de la función a esta nueva propuesta, la última demostración de su tan predicado continuar: un álbum absolutamente moderno, al que el público se puede encaramar para ver mejor todo lo anterior.
El que no ve tanto tal vez sea Luque, que justo antes de tocar “La Universidad de la vida” precisa de gafas. Solo le falta decirlo para que los asistentes le ofrezcan las suyas propias, en lo que en otra época hubiese sido una peligrosísima lluvia de cristales y esta noche es solo una óptica. Otro elemento fundamental en su atrezzo, relacionado igualmente, aunque en sentido contrario, con el paso del tiempo, es su guitarra de cuando era adolescente; la verdad es que más Babieca que ella no hay.
A medio concierto, invitan al escenario a un chico cuyo nombre se sepulta bajo los curiosos comentarios de mi alrededor, tales como «qué bueno está el jovencito». Una vez superada la impresión inicial, la música vuelve a ser la protagonista de la noche. De este nuevo álbum, “Sexo, Mar y Sol”, “Cobarde”, “El Detector” y “Rosa” fueron las más celebradas, al menos por mí.
Los himnos de Sr. Chinarro llegan, como apuntaba antes, al final; momento en que las personas demuestran no ser ángeles y desbocan líricamente sus ganas de hacer el amor. Se desahoga la sala. Los músicos abandonan el escenario. Dejando así el ambiente idóneo para una última e íntima canción que nadie pide. En efecto, nadie pide otra ꟷtímidos, después de todoꟷ. Aun así, Luque, no sin antes criticar esa actitud, vuelve a subir al escenario, esta vez solo, para interpretar “Alfabeto Morse”.
Es cuando de nuevo se marcha que el público por fin grita: «¡Otra, otra!». Pero Chinarro ya no responde. La pantalla-telón procede entonces a bajarse como si nada de esto hubiera sido real. Afortunadamente, además del mío, existe otro testimonio: el de Cabezafuego, que en “El Traje del Emperador” corrobora que «esto no es ficción, que yo lo he visto y he flipado». Por lo que ya puedo volver a casa tranquila y, como la de las Nieves, encerrarme en mi habitación.
Texto y foto: Sara Moa