Muy esperada era la llegada de Bon Iver a Barcelona, después de la cancelación de su gira por causa de la pandemia. Habían muchas ganas de recibir su i,i y respirar su interpretación en directo. Una vez situados delante del escenario lo primero que llama la atención es su puesta en escena. Sobria, asimétrica, futurista, donde cada músico tiene su propia zona, delimitada por tubos de luz, como si fuera una nave espacial. Y aunque cada músico dispara sus talentos desde su propia cabina, hay una conexión casi neuronal entre todos, que remarca el énfasis en lo cooperativo.
Cuando las luces se encienden y la banda empieza a sonar, el riff de «Perth» se deshace en el ambiente y hay dos cosas que me impactan. Lo primero, un sonido excelso, el mejor que haya podido disfrutar nunca en un gran recinto. Se asemeja mucho a lo que hicieron Radiohead la última vez que tocaron en el Primavera Sound. Los detalles se perciben con una claridad absoluta y parece que estés escuchando la música con unos auriculares. Es grande e íntimo a la vez. Épico y susurrante. Suena a regalo, a cuidar la audiencia y se agradece mucho. La segunda es la discreta posición de Justin, que está deslizado hacia la parte derecha del escenario, protegido por su nave especial y sus auriculares, sin asumir todo el protagonismo que a priori uno le pueda asignar.
La banda suena excelsa. Conjunta. Todos aportan a la canción con un sentido multinstrumentista. Nada es de nadie y todo es de todos. Las voces de todos son soberbias y brillan tocando el instrumento que toquen. Sin menciones especiales, el talento individual es inconmensurable. Ejecutan las canciones prestando atención a los detalles; cada arreglo suena prístino y se puede apreciar que forma parte de un todo y que tiene a la vez identidad por sí mismo. La voz de Justin suena especialmente bien, menos quebradiza que en sus inicios mas cercanos al folk y mucho más rica y gruesa. Su falseto es delicioso y desde hace mucho tiempo forma parte de los grandes falsetos de la historia musical. Algunas de las canciones suenan con doble batería y ganan mucho, con una fuerza rítmica que tiene potencia y mucho empaque y con unos patrones rítmicos que hipnotizan por su complejidad.
Bon Iver descargan un repertorio casi perfecto que cubre sus cuatro discos. Al final uno se va con la sensación de estar saciado, de que no se han dejado nada en los tinteros con las dos horas de show. Si algún pero le puedo poner a la propuesta escénica, es el excesivo control sobre la música que interpretan. No hay casi nada sujeto a la improvisación. Y alguna vez me gustaría poder ver una banda de este talento, formada por multiinstrumentistas de esta talla y con un repertorio tan extraordinario, dejarse llevar y desmelenarse un poco más. Salirse un poco del camino.
Un amigo me dijo después del concierto que Bon Iver son la Beyoncé del folk, y que si llegan a sacar bailarinas se lo comía con patatas. Me encanta esta definición. A mí, mientras escuchaba el concierto, me venia todo el rato el Bitches Brew de Miles Davies. Su idiosincrasia atomista, y su cubista manera de entender la música, asimétrica, individual y parte de un todo a la vez. Luz y sombra. Controlada y libre. Poniendo más énfasis en el camino que en la meta. Como un enjambre de abejas puestas en LSD trabajando por un sentido cósmico más allá del entendimiento. Eso es lo que hace Justin con su música. Es un enjambre en constante evolución, donde la dimensión colectiva y la individual se encuentran en la misma encrucijada. Es folk cuántico para todos los públicos. Una dulce vanguardia que ha encontrado un nuevo camino, propio y difícil de imitar. Realmente auténtico.
Texto: Andreu Cunill
Fotos: Xavi Torrent