El pasado diecisiete de julio, escasas semanas antes de cumplir los sesenta y tres años, en su sempiterno barrio madrileño de Pueblo Nuevo, se nos iba para siempre Malcolm Scarpa, uno de los creadores más prolíficos, extraordinarios y, sin embargo, poco reconocidos de nuestra historia musical más reciente. Scarpa, cuyas canciones navegan libres y emocionales entre géneros tan dispares como el blues, el pop, el jazz, la psicodelia o el cabaret, fue mayoritariamente alabado y respetado por la crítica, pero nunca contó con el apoyo del gran público y, como su música, su muerte ha pasado casi desapercibida. Más allá de puntuales y sentidas necrológicas en parte de la prensa especializada o de emotivos mensajes de despedida en redes sociales a cargo de unos pocos aficionados y compañeros de profesión, el eco de su marcha ha sido escaso, alimentando esa condena de invisibilidad frente al éxito que pareció perseguirle siempre a lo largo de su tan extensa como compleja y apasionante carrera.
Poseedor del don del instinto musical, Scarpa desarrolló, como los grandes creadores, un lenguaje propio capaz de construir, al margen de la industria, un espacio creativo de dimensiones infinitas, un universo sembrado de referencias en el que las imágenes, tanto musicales como literarias, se suceden sin interrupción. Dominador del arte de la melodía y de la composición, adentrarse en su música es asumir una gozosa inmersión en un particular cosmos en el que prima el sentimiento sobre la técnica y en el que los géneros musicales se confunden, dialogan y juegan sin ataduras quedando siempre al servicio de lo más absolutamente emocional, que es, por otro lado, tal y como ciertos artistas e intelectuales entienden el verdadero arte.
Inteligente y no poco misterioso, su filosofía de trabajo, quizás incluso su forma de entender la vida, huye conscientemente del perfeccionismo. Según se recoge en el imprescindible monográfico que le dedicó el fanzine vasco In Focus, le dan más confianza “las canciones que salen de un tirón que [aquellas en] las que hay que trabajar mucho”. Porque en su exquisita y personalísima producción musical las canciones se entienden como una vía impresionista, como un medio por el que fluye lo emocional y, por ello, “deben tener un punto de debilidad para acercarnos más a lo que realmente somos” tal y como declaró en entrevista para Dirtyrock en mayo de 2021. Esa debilidad se traduce en una evidente fragilidad que en su caso abarcaba tanto su físico menudo como su característica y asustadiza mirada azul cuya profundidad pareció aumentar con el paso de los años. Esa manera de trabajar, entregada por entero a lo emocional, abandonada a las musas, desemboca en un torrente creativo ilimitado, se extiende a sus dolientes reinterpretaciones en directo y se nutre de grabaciones de ragtime, blues del Delta, jazz y country de los años 20, 30 y 40 que incorpora a su repertorio con absoluta naturalidad, convirtiéndole no sólo en un intérprete singular sino en un extraordinario erudito musical.
Entre sus pinceladas biográficas, a modo de instantáneas, es frecuente que se hable de su “malditismo”, de su infancia entre feriantes junto a la tómbola de su padre, cuya icónica imagen se convertiría en la portada de su disco homónimo, de su adopción del pseudónimo de Malcolm (el verdadero era Juan Manuel Morillo Scarpa) en homenaje casi casual a Malcolm Le Maistre de The Incredible String Band, de sus años de músico callejero en el metro de Madrid, de su incursión en el mundo literario y, sobre todo, de su sugerente doble faceta entre el bluesman y el esponjoso músico pop, que no hace sino ahondar en esa máxima pessoana por la que “cada uno de nosotros es una prolijidad de sí mismos“.
La experiencia de músico callejero en el metro madrileño durante más de una década sumada a su formación autodidacta y a su erudición musical son fundamentales para entender su sociedad con el armonicista Ñaco Goñi, su tendencia a la improvisación y su absoluta libertad creativa. Su conocimiento de la música de raíz se traslada de alguna manera a toda su obra, pero muy especialmente a los discos facturados junto a Goñi, Doin’ Our Kind, (Cambayá Records, 1992), Berriz Blues Sessions (Gaztelupeko Hotsak, 1997) y el estupendo recopilatorio 1980-2000 (Gaztelupeko Hotsak, 2000), que recoge y adorna algunos de aquellos temas que la pareja tocaba en el metro.
Estos tres discos, que resumen su faceta bluesera, se nutren de composiciones propias pero también de numerosas y nada evidentes versiones que los convierten en espléndidos catálogos de música americana, unos excelentes escaparates para descubrir a otros músicos que sitúan a Scarpa como una especie de predicador y educador inconsciente.
En la otra cara de la moneda, como si de una personalidad paralela se tratase, resulta tan rica como fascinante su fecundísima faceta pop, que es aquella en la que su universo sonoro se completa del todo y adquiere una considerable complejidad. Admirador confeso de Ray Davies, sus canciones gozan de un aura de incontrolable genialidad y lo erigen como una especie de Brian Wilson patrio abandonado a un frenético ritmo creativo que hace que su producción durante los primeros años noventa sea apabullante. Más allá de una primeriza maqueta con nada más y nada menos que veinte cortes que, al parecer, sólo llamó la atención del bueno de Juan de Pablos, sus tres primeros discos cuentan, a su vez, con otras veintiséis canciones cada uno, casi ninguna por encima de los tres minutos de duración. Son pequeñas joyas, meros destellos agrupados en la triada que se inaugura con los esbozos casi maqueteros de Malcolm Scarpa (Triquinoise, 1993), que culmina con The Road Of Life Alone (Hall Of Fame, 1995) y que incluye entre ambos el extraordinario My Devotion (Hall Of Fame, 1994), disco cargado de composiciones maravillosas que muestran a Scarpa en un magistral estado de gracia y que supone sin duda una de las cimas de su carrera. Por último, 33 1/3 Microsillons (Hall Of Fame, 1996) que rebaja el número de canciones a quince y asume para ellas una duración más estándar y el EP This Time (Hall Of Fame, 1996) cierran una primera etapa marcada por la presencia y el padrinazgo del valenciano Luis González, el magnífico Caballero Reynaldo, que formó parte del Malcolm Scarpa Trio, lo condujo al sello Triquinoise y prácticamente creó Hall Of Fame Records (homenaje, por cierto, a una canción de Scarpa) para dar cabida al extenso cancionero del madrileño.
A finales de los noventa se embarca en una serie de iniciativas que no hacen sino mostrar su inquebrantable curiosidad, su capacidad de búsqueda continua y su excelsa inquietud creativa. Son los años en los que emprende la aventura de aires funk-pop de The Jacquelines, con quienes graba el infravalorado Jaimita, Songs Of Tragedy And Grotesque (Velvet, 2000), encara puntualmente el proyecto Mal & Pat tocando en directo estándares de jazz junto a Patricia Pérez-Yarza y aborda las bandas sonoras de las películas de Santiago Lorenzo Mamá Es Boba (1997) y Un Buen Día Lo Tiene Cualquiera (2007), en las que, junto a sus habituales canciones, da salida a numerosas y atmosféricas composiciones que inciden en su defensa del instrumental como camino idóneo para comunicar y compartir emociones. “Cuando tengo algo que decir, utilizo el instrumental” llega a decir en el capítulo que Mapa Sonoro de RTVE le dedicó en abril de 2014.
Quizá por ello, resulta paradójicamente enriquecedor que al margen de su producción musical Scarpa desarrollase también una peculiar labor literaria. En 2001 vio la luz Qué te debo, José?, un ya descatalogado, maravilloso e inclasificable volumen, primera publicación de la bilbaína Ediciones Gamuza Azul, que recoge apuntes e ideas que lo emparentan directamente con las greguerías de Gómez de la Serna, con Luis García Berlanga, con el mejor Javier Krahe o con los Diarios de Iñaki Uriarte. Se trata sin duda de un pequeño tesoro, de lectura surrealista y, en varios momentos, desternillante, en cuyas páginas, como si de un trilero se tratase, Scarpa juega con las palabras haciendo gala de un inteligentísimo humor negro y ofreciendo una afilada, perspicaz y costumbrista mirada al mundo que le rodea. No en vano, ese costumbrismo ronda siempre su foco creativo y, de hecho, se pasea también por sus canciones, lo que resulta especialmente evidente cuando pasa a escribir sus letras en español. Lo hace entrado ya el siglo XXI, con un delicado estado de salud y una personalidad cada vez más esquiva y compleja, alejado del mundo tecnológico y recluido en su propia bohemia. Los dos únicos discos que publica en esa primera década, Las Cosas Cambian (Grabaciones en el Mar, 2004) y El Traje Vacío (Sponja Records, 2008), vuelven, eso sí, a ser suculentas cajas de Pandora que conservan mucha de la magia de sus primeras grabaciones y que retoman la idea de canciones cortas, pinceladas geniales que vuelven a demostrar el talento de Scarpa y su enorme entidad como compositor y como músico.
Prácticamente alejado de la vida pública, el que ha terminado por ser su último álbum, Something Like That! (Sunthunder, 2015), pasó absolutamente desapercibido. Unos cuantos conciertos de presentación sirvieron para confirmar que el público seguía ajeno a la música de un Scarpa cada vez más frágil y afligido. Curiosamente, este disco es una de las mejores puertas de entrada a su música y, con la valiosísima colaboración de Luca Frasca en los arreglos y en la producción, está bañado por una luminosa melancolía que se antoja ahora dolorosa al pensar que semejante genio se nos ha marchado en silencio, que no habrá justicia para Malcolm Scarpa y que toda reivindicación será tardía. Un cierto e inevitable escalofrío nos recorre el cuerpo al ver ahora en YouTube a ese músico callejero de las grabaciones para las bilbaínas Twobaskos Sessions. Confiaremos en el extraño calor que transmite su recuerdo y gozaremos del efecto balsámico de su música, sabedores de que estamos ante algo mucho más grande que la vida.
Texto: Miguel Sáez Martín