Difícil escuchar las nuevas canciones de esta prolífica cantautora sueca sin sentirse metido en un Delorean de regreso a los ochenta del siglo pasado. Pero no se asusten, eso no les resta atractivo. Es más, es un punto a favor. En su noveno disco desde que en 2008 decidiera empezar a editar ella misma todo lo que producía de forma casera, Molly ha logrado redondear su estilo de tal forma que no queda prácticamente resquicio para argumentar objeciones. Todo lo contrario: su synth-pop de libro y cocinado a su bola, como hacía su idolatrado Prince, genera una fuerza irresistible que nos empuja a corear todas estas canciones a los cuatro vientos y con el puño en alto. Himnos infalibles que, uno tras otro, dan la impresión de estar ante un disco de grandes éxitos. De hace treinta años, sí. Pero hazlo tú a ver si te sale. Y es que, al final, eso es lo que importa. No la novedad, sino el poder irrefrenable de las canciones. Que cuando aparece en todo su esplendor, como es el caso, le sacia a uno el alma.
JUANJO FRONTERA
