Es una noche calurosa en la capital y a unos pasos del Jardín Botánico de la Complutense, en mitad del silencio de la noche, un joven africano que no ha cumplido los treinta, trajeado y eufórico, e detiene en mitad de la calle. “¿Dónde está el Botánico?” No tarda mucho en darse cuenta de que yo también voy al concierto de Youssou N’Dour, el rey de la música africana, como el speaker se empeña en recordar una y otra vez a lo largo de todo el concierto. “¡Todo el que sabe de música conoce a Youssou! Youssou es el mejor, es la fiesta, es el baile. Hay que verlo así”. Y se cruza de brazos, en posición reverencial, antes de seguir su camino.
Desde finales de los años ochenta, gracias a grabaciones como Immigrés o su colaboración en la gira de Amnistía Internacional que le llevó por todo el mundo junto a artistas como Bruce Springsteen, Sting o Tracy Champman, el senegalés se ha convertido en el rostro más reconocible de la música africana, uno de los pocos capaces de desenvolverse con sencillez en el mainstream. Ello le ha terminado convirtiendo en una especie de embajador del mbalax, el subgénero que definió sus grabaciones clásicas, pero también el gran referente del continente africano que arrastra a un gran número de inmigrantes a sus conciertos, que se dividen a la mitad con un público blanco no demasiado abundante. La oferta en Madrid ha sido amplia en las últimas semanas y N’Dour ha sido uno de los perjudicados, a pesar de que su fama como máquina del directo le precede.
Una big band de trece músicos sobre el escenario, un presentador y un bailarín ataviado como un bufón, el de Dakar sale al escenario con sobriedad de túnica negra obligada a sus 62 años y ofrece durante la primera media hora un fantástico despliegue de africanismo que culmina con el doble golpe a la mandíbula de «Immigrés» y «Pitche Mi», que justifican la buena reputación de N’Dour. Es un viaje entre Cuba, Jamaica y el Caribe y la costa occidental de África, un autohomenaje bello, sentido y festivo que desata los pies de los asistentes. A partir de ahí, el nivel empieza a resentirse a medida que el cantante abandona el foco y lo cede a sus músicos, a un grupo de bailarines griot o a ese animador sociocultural que insta al público a incurrir en disparatadas coreografías. Ministro de Cultura de Senegal desde 2012 y consejero del presidente, el peso de ser el gran embajador de la cultura de su país termina pesando sobre el concierto, que se orienta cada vez más hacia una visión estereotipada de la música africana.
No termina tampoco de remontar en los bises, con una facilona «Happy», una colaboración decepcionante con Sidy Samb y el esperado final con «7 Seconds», que culmina ese viaje desde Dakar hasta la radiofórmula noventera una hora y media después. Lástima, porque lo que podría haber sido una noche mágica terminó siendo devorada por las convenciones de otros tiempos en los que se daba por hecho que había que realizar concesiones al gran público, quizá a consecuencia de una falta de confianza de N’Dour en su mejor música, que no son sus grandes éxitos sino sus delirios mbalax.
Texto: Héctor García Barnés
Fotos: Víctor Moreno