A veces ocurren milagros. Como, por ejemplo, que una sala que a la hora de Pasapalabra (horarios europeos, sí) aplaudía tímidamente los primeros soplos de armónica de Tre Burt terminase, una hora después, dejándose las palmas para recompensar el talento del de Sacramento. Es tal el carisma y la facilidad comunicativa del joven cantante, unida a una cándida defensa de canciones que huyen tanto lírica como musicalmente de los lugares comunes (no escribe canciones de amor, confesó, aunque cayeron un par), que era difícil no caer rendido. La desidia favorece las comparaciones con Dylan, pero de haber nacido en el Greenwich Village de los sesenta o haberse asentado en el Laurel Canyon de principios de los setenta, hoy sería un clásico.
Como muestra la sentida «Sammi’s Song», lo suyo está más cerca de su mentor John Prine, de quien recuperó «The Late John Garfield Blues» y «Sour Grapes»; o del lado más bastardo del folk, ese que no entiende de fronteras, épocas, géneros ni razas, como en su bonita versión de «I’ve Been All Around This World». A veces ocurren milagros, sí, pero no en cualquier parte: suelen ocurrir en esas pequeñas salas donde unos pocos y entregados privilegiados están dispuestos a abrir el oído y el corazón.
Texto: Héctor García Barnés
Fotos: Salomé Sagüillo