Se publica la esperada biografía de Freddie Mercury en la que el autor burgalés Ignacio Reyo ha estado trabajando desde hace más de 5 años. A través de más de cien entrevistados, buscando en hemerotecas, el autor de este libro intenta hallar en las palabras de quienes vivieron junto al cantante de Queen (productores, amigos, músicos o fans) la fuente de su creatividad. Una investigación que parte de la persona para afrontar el mito que nos sobrevivirá, tratando de encontrar el porqué de Mercury en Freddie. Obviamente nos encontramos ante un fan destacado y exagerado de la banda como no podía ser de otra forma.
El propio autor comenta este imprescindible volumen:
La vida al límite que Freddie Mercury desprendía tanto en escena como en su frenética espiral de excesos escondía algo más profundo. Es algo que se vislumbra en Bohemian Rhapsody, la película. Era sabido
que, aunque esto no vendía entre los escualos del periodismo amarillista inglés, sufría un terror intrínseco a la soledad. Una persona que apenas daba entrevistas y sólo se abría a quienes conocía de forma íntima, una persona tímida fuera de los focos.
Resulta casi revelador que cuando vio por primera vez a Elvis Presley en televisión le dijera a su madre que algún día sería como él. En algunos aspectos, Mercury terminó creando una especie de burbuja de autoprotección en su etapa de mayor visibilidad mediática, los ochenta; una Memphis Mafia, un reducto de conocidos, las únicas personas a las que revelaba su verdadera identidad. Al igual que le pasó a Elvis, uno de sus mayores amigos, su mánager personal Paul Prenter, lo vendió al mejor postor en sus últimos años de existencia, generándole aún más rechazo a exponer su auténtica personalidad. Esa personalidad que se
transformaba cuando actuaba como una estrella del rock.
No es baladí que quisiera versionar el clásico «The Great Pretender» (El gran farsante).
Fue el mayor éxito en vida de Freddie en solitario. Según él su texto lo definía, dando a entender que jugaba con la ambigüedad de una figura escénica descarada que en la intimidad se mostraba insegura de las intenciones de los demás hacia su persona. Mercury proyectaba una imagen que no se correspondía a su realidad diaria fuera de la criatura en que se había convertido. ¿A qué se debía esa dualidad? Es una respuesta que la estrella se llevó a su tumba. Pero tanto, sus escasas declaraciones, sus letras, su fatua búsqueda del amor verdadero —resulta esclarecedor que su composición favorita propia
fuera «Somebody to Love»—, sus excesos intentando escapar de algo, revelan una persona más compleja que lo que el subconsciente colectivo ha asociado a él.
Una diva del rock apasionada por la ópera y el desenfreno. En una ocasión declaró ser una prostituta musical, que sus canciones eran de usar y tirar. ¿Realmente podemos creer eso tras leer canciones que, aun con su fondo sonoro optimista, reflejaban una personalidad que intentaba lidiar con sus miedos? Alguien que se dedicó, en plena desintegración física por culpa del VIH, a cantar canciones hasta que su cuerpo aguantara.
Mi teoría, totalmente subjetiva, es que quiso despedirse de este mundo con lo que más le hacía feliz: cantar. Que meses antes de fallecer mantuviera el tipo para legar tres últimas canciones dice mucho de su carácter. No quería que se sintiera lástima por él, luchó hasta el final, entonando estremecedores textos como el de «Mother Love» o «A Winter’s Tale». Y a la vez, sabía que se estaba despidiendo de todos.
Recientemente se han mostrado las imágenes de su último vídeo envida, «These are the Days of our Lives», sin filtros, observándose a un hombre cojeando. Y aun así con el ímpetu para dar su opinión sobre el clip.
En una de las versiones del ínclito vídeo dijo la última frase de la letra que escribió Roger Taylor; «Still LovingYou», sonriendo resignado, desapareciendo con un gesto dehombre cojeando. Y aun así con el ímpetu para dar su opinión sobre el clip.
En una de las versiones del ínclito vídeo dijo la última frase de la letra que escribió Roger Taylor; «Still LovingYou», sonriendo resignado, desapareciendo con un gesto de mano de la cámara. Su adiós a los fans, a quienes tanto amó, y tanto le amaron y siguen adorando.
El propio Kurt Cobain, el otro gran mártir de los noventa, mencionaba en su carta de suicidio que le hubiera gustado sentir la interacción, el amor entre público y cantante que se veía en cada concierto de Queen.
Ignacio Reyo
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