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The Schizophonics, garage o barbarie (on tour)

Surgidos del desierto en forma de hiperactivo ente bicéfalo, The Schizophonics esputan el mejor rock and roll motopropulsado que hemos oído desde que Mick Farren estiró los tirabuzones. Nos sumergimos en la historia del dúo para calmarnos el mono antes del tour que arranca esta semana y que culminará en el Surforama, una cita que promete ser memorable. Ver fechas en cartel de gira dentro del texto. Reproducimos este artículo de abril del 2020 cuando su anterior gira se tuvo que cancelar.

 

Antes de tocar la batería en Schizophonics, Lety era una niña que, como el resto de mocosos que vivían en Casa Grande, Arizona, no se atrevía a acercarse a las cúpulas abandonadas a las afueras de la ciudad. Un chaval indio al que le gustaba hacer muecas al hablar decía que aquellas enormes estructuras de cemento y poliuretano estaban habitadas por espectros. Lety creció en medio del desierto, tan lejos de Casa Grande como para sentirse aislada y lo suficientemente cerca de las cúpulas como para escuchar los aullidos de los perros. “Las construyeron en los 80 y las abandonaron. La gente que tomaba drogas iba allí a colocarse. Montaban peleas caninas y de todo. Daba mucho miedo. Era mejor no pasar por allí de noche”. Lety habla sentada al lado de Pat Beers, su marido, cantante y guitarrista de Schizophonics. Él también creció en Casa Grande: “Es una ciudad enana y muy conservadora. No hay garitos de música y se mira con desprecio a la gente que va a los bares”.

Desde la tranquilidad del porche de la casa que el matrimonio comparte en San Diego, California, el desierto parece tan lejano como las dos nubes que cruzan el cielo esta mañana de febrero. Cuando era un niño normal, Pat pasaba el día al aire libre, escuchando country y dejándose llevar por la voz de Dwight Yoakam mientras se ponía el sol. El tiempo corría mucho más despacio por aquel entonces. No había Internet y la radio conservaba aún todo su misterio. Lety nunca fallaba a su cita: los sábados de 22 a 1 de la madrugada delante del radiocasete. “Lo único que hacía era cuidar a los animales e ir al colegio. Pero de pronto descubrí un programa de radio de música punk y ska. Esto era en los 90 y eso volvía a estar de moda. Ponían grupos como NOFX y Bad Religion además de cosas menos conocidas como los Sonics y un montón de grupos raros que tocaban rock and roll. Crecí apartada de todo y creo que por eso me obsesioné con la música”.

Pat era un bicho raro que soñaba con ser Evel Knievel pero trabajaba en la taquilla de un museo de coches. “Quería ser acróbata y jugarme la vida. Hacía trucos con la bici, me subía al sillín con un solo pie e iba por ahí asustando a la gente. Todo el mundo pensaba que me iba a hacer daño; cosa que ocurría a menudo”. Sus delirios acrobáticos duraron hasta que su hermana le pasó unas cintas de Jimi Hendrix. Pat se volvió loco con ellas y aprendió a tocar viendo clases de guitarra en VHS. Su otro pasatiempo, como buen paria adolescente, consistía en seguir a un tío del instituto por dos razones que parecían esconder el secreto de la rebeldía y la sexualidad: vestía bien y había heredado los compact discs de Led Zeppelin de su hermano mayor. “Decidí que tenía que hacerme su amigo. Terminamos siendo colegas y me prestaba sus discos de Zeppelin, de Pink Floyd… Ahora es supernormal conocer esas cosas, pero cuando teníamos 13 o 14 años aquello era como descubrir la parte más desconocida del rock and roll. Al llegar al instituto me flipé con Stooges y MC5 y pensé que eso era lo más raro que me quedaba por descubrir, pero aquello solo era la punta del iceberg…”.

Lety y Pat vivían a solas la vida de los marginados, escuchando música marciana mientras la gente de su clase ganaba medallas al mérito deportivo y se magreaban los unos a los otros en los coches de sus padres. “Dios, yo no tenía amigos. Era una pringada absoluta”, confiesa Lety con una carcajada que equilibra la vergüenza con el orgullo.

La pareja se conoció de pasada en el instituto. Miradas fugaces, un par de conversaciones, unas cintas de los Ramones, un fútil intento de hacer un grupo de versiones: eso fue todo. Cada uno se fue por su lado y 7 años después se cruzaron en Tucson, Arizona. Como dos Ford Mustang que chocan y se funden en una explosión de película, Pat y Lety se convirtieron desde ese momento en un mismo ente. Al poco tiempo ya estaban viviendo juntos en San Diego, California, y su alianza con alma de motor de ocho cilindros se materializaba, por obra y gracia del sudor y de los vatios, en The Schizophonics.

Lety no había tocado la batería en su vida: “Es curioso porque Schizophonics es el primer grupo de verdad en el que hemos estado. Pat nunca había compuesto canciones ni grabado un disco con nadie. Aprendimos juntos. Yo trabajaba sirviendo mesas en un bar cutre donde televisaban deporte. Toda la gente que conocía pasaba por allí para tocar cuando había noches de micrófono abierto. Pat también lo hacía. Así que un día el tío que llevaba el bar nos preguntó que si queríamos actuar la última media hora de la noche y así fue como empezamos a tocar”. El Skybox era todo lo contrario a un garito de rock and roll: tenía demasiada luz y estaba atiborrado de pantallas planas que retransmitían baseball y combates de boxeo, pero para Pat aquel antro era el gimnasio perfecto. “Nos dejaban ir los fines de semana y tocar lo que nos diese la gana. Hacíamos cosas como tocar una canción de la Velvet Underground durante 20 minutos. Allí empecé a desarrollar mi rollo sobre el escenario, que básicamente consistía en emborracharme y balancear la guitarra por ahí. La mayoría de la gente no lo pillaba, pero me sirvió para descubrir qué cosas funcionaban. Tardamos 5 años en aprender a escribir canciones y a tocar en condiciones”.

James Brown, MC5, Stooges, el garage de Pebbles: los Schizophonics fundían en su interior las influencias que llevaban años pegadas a su piel y los músculos del grupo se fortalecían exponencialmente, concierto a concierto. La banda se estaba convirtiendo en un misil relleno de ácido sulfúrico. Y entonces apareció Robert Lopez. Guitarra y fundador de los Zeros, Lopez, conocido por las autoridades como El Vez, vio a Schizophonics sobre el escenario y casi se le vuelan las pestañas. Después del concierto se acercó a la pareja, ampliada a trío en directo, y les susurro al oído: “Preciosidades… se me ha caído una lágrima al veros tocar”. Pat no se lo podía creer: “Estábamos de los nervios. Para nosotros fue muy fuerte conocer a alguien a quien admiramos tanto”. La cosa no se quedó ahí y El Vez les propuso que tocaran con él en España. La gira introdujo a Schizophonics en el circuito europeo y pintó un nuevo amanecer en la epopeya garagera del matrimonio. El Vez se convirtió en un mentor para Pat: “¡Nos enseñó todo! Cómo actuar, qué comer, cómo moverte de un lado del escenario al otro para que sea visualmente interesante. Fue un gran ejemplo. Es un anarquista. Eso forma parte de su proceso creativo. Nos enseñó cosas que habríamos tardado 20 años en aprender”.

 

Las enseñanzas de El Vez, con quien comparten nuevo proyecto: Bobby & The Pins, incluían lecciones de yoga, carreras matutinas y limpieza de camerinos. Pero nada podía preparar a Pat y a Lety para lo que cualquier andrajoso grupo de garage punk puede encontrarse en la carretera. Enfermedades, colchones con mierda de gato, lesiones de rodilla, de tobillo, de rótula, de hombro… Pat entra en trance cuando toca: su cerebro se cortocircuita y sus músculos solo obedecen al embrujo del ruido, dejando su salud a merced de la adrenalina.  “Lo peor de lesionarte cuando estás de gira es que no puedes recuperarte y terminas pasándote un mes hecho trizas porque no consigues descansar. Hemos dormido en todo tipo de sitios. Una vez se nos acercó un tío que creímos que era uno de los promotores porque nos dijo que dormíamos en su casa y resultó que no tenía nada que ver con ellos. Iba puestísimo de speed y se quedó despierto con las luces encendidas mientras nos miraba cómo intentábamos dormir”.

A lo largo de 7 años vomitando hipercalóricos y trogloditas conciertos, Schizophonics han conseguido hipnotizar a totems de la escena subterránea como el legendario Kim Fowley, Long Gone John, de Sympathy For The Record Industry, o Mike Stax, de la revista Ugly Things. La alucinación colectiva que la banda ha provocado en el público se ha traducido en colaboraciones de postín junto a Anja Stax (The Rosalyns) o El Vez (The Little Richards) y en una breve pero espídica discografía que no deja títere con cabeza. Su último disco, el ultracorrosivo People In The Sky que ha producido Dave Gardner (Hot Snakes, Rocket From the Crypt) equilibra la furia espasmódica de unos MC5 libres de heroína con el jolgorio psicótico de unos Sonics pasados de Viagra. El balance sonoro se refleja también en las letras del disco, que equiparan el peso festivo del garage cabestro con una nerviosa carga política que reacciona ante la paranoia de esa América de Trump que parece dibujada por Ralph Steadman. Hace menos de un año Schizophonics escupieron un repertorio cargado de insurgencia en un mitin del candidato demócrata Bernie Sanders. Pat, sin ser demasiado consciente de ello, ha terminado asumiendo la lucha que los rockeros radicales dieron por sepultada a finales de los 60. “Este último disco es mitad festivo y mitad político. Me sorprende que los grupos, todos los grupos, no estén escribiendo letras políticas. Es algo que debería hacerse por decencia. La situación está tan jodida que no hacer nada es como silbar mientras tu habitación están en llamas”.

La mañana en la que hablo con el matrimonio Schizophonic los medios informan: “El Senado de Estados Unidos absuelve a Donald Trump de los cargos de abuso de poder y obstrucción al Congreso en el escándalo de las presiones a Ucrania para acumular rédito electoral…”. Pat y Lety comentan la noticia mirándose con la complicidad de dos guerrilleros. El mundo es un lugar siniestro. Pero ellos están juntos. Y tienen una misión por delante.

 

Juntos en la oscuridad

Ven conmigo

Dejadnos bailar

La danza de la que proceden todas las danzas

Sí, juntos en la oscuridad.

«Come Together», MC5.

 

Texto: Rafa Suñén

 

 

 

 

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