Ni la fecha intersemanal fue obstáculo para que la máquina blues y R&B neoyorquina llenase Moby Dick, con un público entusiasta que estaba de celebración casi antes del propio bolo.
Y claro, fue aparecer ellos en escena (en formato cuarteto), disparar «Long John’s Jump», y liarse una buena. Un show perfectamente hilado en el que, Brian Hurd mediante, casi tocamos con la yema de los dedos el espíritu de Howlin’ Wolf o Captain Beefheart, regurgitados en su versión más punk y primigenia posible.
Una retahíla de blues grasiento de bar de carretera, regado en bourbon, y con un palpable elemento boogie, que invitaba a mover la cabeza y los pies, como así fue en el caso de la mayoría de congregados.
Desde luego, gracias a la energía de ese trasunto de Lee Brilleaux apedillado Hurd, todo fue más fácil. Este avivaba a los presentes con sus incursiones fuera de escenario, micrófono vintage en mano, sirviéndose de una voz empapada de un efecto distorsionado que no hacía sino hacer más bluesy sus aullidos. Y claro, no olvidemos que el resto de la banda, con los Akturk y Styles al frente, dieron el callo como un reloj, con un ritmo diabólico y una slide guitar pantanosa y adictiva.
A la altura de esa tremebunda relectura de «High Flying Baby» (Flamin´Groovies) todo estaba ya patas arriba desde hacía rato, pero el momento cumbre fue ese breve pero conciso bis, con una enérgica e intensa «Motorcycle Madness», solicitada por los asistentes incluso antes de los postres.
Una velada notable, en la que Daddy Long Legs demostraron que el blues y el rock and roll más salvaje siguen prestándose a relecturas altamente vitaminadas y estimulantes, por mucho que haya pasado un siglo desde la bendita llegada del invento. ¿Quizás uno de los inventos más infravalorados del siglo XX?
Texto: Daniel González
Foto: Beatriz de la Guardia