La música de Palodine me recuerda -grosso modo- esa clásica advertencia en muchos prospectos que reza: “este medicamento puede provocar somnolencia. No conduzca automóviles ni maneje maquinaria pesada hasta que sepa cómo lo afecta”. Y no tanto por lo que hacen (una suerte de country gótico, americana de filiación indie y ligeramente experimental) sino por cómo lo hacen. Esto es, repitiendo esquemas y cadencias hasta hacerlas tan intercambiables como, en muchos casos, turbias e indefinidas.
Y eso que este séptimo disco en su cuenta particular no empieza nada mal. Compuesto por cuatro canciones nuevas y varios sencillos lanzados por el dúo a lo largo de 2020, en sus iniciales «Pale Horse» y «Two Serpents» se advierte un acierto compositivo que, lamentablemente, pronto se disuelve en una nebulosa de ritmos pseudo-tribales, tedioso folk-doom y melodías cortadas por el mismo patrón.
No se puede negar, en el haber, que tanto la voz de Katrina Whitney como las habilidades de Michael Aryn en tareas multi instrumentales son de nivel. Pero si el papel y el lápiz fallan, ya puedes ser un crack como intérprete que el conjunto cojea. Si, además, no eres la alegría de la huerta precisamente, el resultado final deviene -en demasiados momentos- un borrón monocromo que se escucha con esa mezcla de duermevela e indolencia con la que uno sobrelleva una tarde dominical de resaca.
Escogiendo los dos o tres mejores temas de cada uno de sus discos, te puede quedar un álbum bastante decente. Uno a uno, y este último no es excepción, la cosa no pasa de muzak posmodernilla, música de fondo para esas parejitas de treintañeros que comparten paritariamente las tareas domésticas vespertinas, mientras esperan la enésima y mierdosa cena traída por el esclavo de Glovo.
Eloy Pérez
