No suele ser West Virginia un lugar habitual cuando uno rastrea el origen de nuevas bandas de progresivo. Pero también es cierto que el sentido del prog que desarrolla este trío, puede calificarse de muchas cosas menos de habitual: rock, jazz, folk, psicodelia y metal, con algunos toques incluso de kraut y grunge (esa noventera «Icarus») mezclados con sapiencia y sin pasarse de frenada. Cada tema lleva sus propios ingredientes y los combina a la perfección, especialmente en su primera y espléndida mitad: «Black Steeple Church», «Blackheart», «Crash Dirt, Bone Dust» y «Shepherd’s Throne» sorprenden por su inventiva y su descaro. No hay complejo alguno en la música de esta gente, tan solo frescura y ganas de dejarse llevar.
Bien es cierto que no es un álbum redondo. Los trece discos minutos de la machacona «Headsplitter» (en algunos pasajes, demasiado cercana a los parámetros del prog-metal más turrero) y ese anecdótico cuento para terror para niños que cierra el disco bajan la nota final, inevitablemente. Pero con el póquer de inicio, más alguna otra pequeña maravilla como «Heavenly Dancer» (recién editada como primer single) el notable lo tienen prácticamente asegurado.
Por lo que leo, Nathan James e Ian Beabout -miembros fundadores a los que se les ha añadido ahora el guitarrista Derek Pavlic- cuentan con dos trabajos previos (un primer intento homónimo de limitadísima tirada en 2017 y Unfamiliar Skies, ya con sello detrás, un año más tarde) a los que habrá que intentar hincarle el diente, tan inesperada y agradable ha sido la sorpresa con el que nos ocupa.
Un disco inclasificable, que crece con cada escucha (dos tópicos por el precio de uno, estamos de oferta) y que, ya hablando en serio, puede gustar a un sector de público más amplio que el normalmente constreñido entre los muros del género.
Eloy Pérez