Ese personaje maldito que es Robert Gordon vuelve al primer plano discográfico casi por sorpresa tras haberle perdido la pista – y no es la primera vez en su carrera – con aquel I’m Coming Home que publicaba en 2014. Prácticamente nadie esperaba noticias de un artista condenado a deambular por salas de pequeño aforo aprovechando las últimas cenizas que aún quedaban de su carrera. Esa que le debía haber llevado a ser uno de los grandes iconos del rock and roll y que acabó convirtiéndolo, muy a su pesar, en un héroe de culto. Para la ocasión ha tirado del tan sobado recurso de los duetos, para lo cual ha sacado agenda de amigos que en mayor o menor medida le ayudan a salir vivo de un proyecto quizá demasiado osado. Porque 16 canciones, que son las que tiene este lanzamiento, se me antojan demasiadas. De hecho, seleccionando una decena de ellas el resultado hubiera sido mucho mejor. Presencias de relumbrón que sirvan de incentivo hay unas cuantas: Dave Alvin, Dale Watson, Linda Gail Lewis, Rosie Flores o el previsible Chris Spedding, pero ninguna acaba de brillar en exceso, cubriendo el expediente, que no es poco. Por su parte Gordon se muestra más inspirado cuando su sonido es más rústico y seminal que cuando intenta ser más estilista y fiel a los cánones de un género que ha dominado como pocos. Eso sí, en más de una ocasión su voz sufre, mostrando que ya no está para muchos trotes. Lo curioso es que, a pesar de lo dicho, y de que por lo leído hasta aquí uno pueda esperarse un disco del montón, la magia fluye, sin saber muy bien de donde en más de un momento. Quizá la explicación esté en el propio carisma de Gordon, o en la capacidad de esos acompañantes para, desde un segundo plano, dar a un buen lote de canciones lo que requieren en cada momento. El caso es que el disco no solo se deja oír sino que se disfruta. Algo más que suficiente para estas alturas de la película.
Eduardo Izquierdo
