Tres serían incuestionablemente los pilares literarios principales de la música country: el bebercio, los corazones rotos y la autopista. El universo camionero ha sido ampliamente tratado en multitud de grabaciones del género, que han abordado todas sus posibles vertientes dedicándole álbumes enteros y multitud de composiciones y aquí, a simple vista, tendríamos uno más. Pero ojo, no es sim-ple-men-te uno más, en este hay tela que cortar.
No esperéis encontrar bonitas postales del atardecer tomadas desde la cabina, ni conductores cachas y guapotes en camiseta imperio que añoran a la rubia de turno mientras le guiñan pícaramente el ojo a la camarera del restaurante. La decena de canciones contenidas en el segundo álbum de estos tipos chorrean grasa, huelen a gasolina a kilómetros y apestan a pollo frito cocinadas por guitarras al rojo vivo y una sección de ritmo en perpetua ebullición.
Pura metralla rockin’ de alto octanaje a cargo de conductores curtidos en los peores honky tonks del mapa vial norteamericano como son Eddie Spaghetti (Supersuckers), Jim Rotramel y Taylor Sphere (The Number 9 Blacktops), Sean Hopkins (Dallas Alice) y la aparición a la armónica del Coronel JD Wilkes (Th ‘Legendary Shack Shakers). Cero sutilezas, aquí se va a por faena que no estamos para perder el tiempo, enciende el motor, cálate la gorra, dale a la bocina, agarra la petaca, saca el antebrazo por la ventanilla, pisa a fondo el acelerador y déjate llevar por la fiebre de la línea blanca. Uno más desde la carretera.
Manel Celeiro