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“Lo que trato de explicar todo el tiempo es que el auténtico y viejo blues no incita al baile. Si vas a bailarlo…eso no es blues. Pueden llamarlo blues, pero no lo es”. Festival folk de Newport, 1965. Son House, una de las columnas sagradas del blues del Delta, bramaba así ante las cámaras del documentalista Murray Lerner, horrorizado por asistir en tiempo real a la banalización de un género íntimo, insondable. “No sabes si rajarte la garganta o llorar de nuevo…eso es el blues”.
Pero algo se estaba moviendo a su alrededor desde hacía tiempo, arrastrando incluso a sus compañeros más encallecidos hacia el magma del rock’n’roll, hacia el blues aparentemente deshuesado. A mediados de los años cuarenta, el estilo había comenzado ya a enchufarse en Texas y Chicago; en 1963, Sonny Boy Williamson II se aliaba con bandas de jóvenes blancos (The Animals, The Yardbirds) en grabaciones crepitantes pero, digámoslo, lo suficientemente contenidas y respetuosas como para levantar ampollas. Y en 1968, el gran patriarca del blues eléctrico, Muddy Waters, bañaba en ácido todo lo anterior al registrar para Chess Records el álbum más detestado (y finalmente reivindicado) de la historia del blues. Ésta es la pequeña historia detrás del disco que, afortunadamente, Son House no llegó a escuchar antes de morir.
Es una de las primeras lecciones que se aprenden: Muddy Waters fue pionero en la perfección del formato eléctrico en el blues, y arquitecto decisivo en la culminación de su rodaje desde el campo a la ciudad. Las consecuencias en la construcción del rock’n’roll han sido ampliamente documentadas, y no es la materia de este texto. Basta decir que Waters era sólo un camionero de Mississippi cuando, en 1947, el radar del ejecutivo discográfico Leonard Chess lo interceptó para registrar sus primeros hits eléctricos bajo el marchamo de Aristocrat Records, el antecedente de Chess: los idiosincráticos sencillos “I Can’t Be Satisfied” y “Feel Like Goin’ Home”, o el puente entre el Delta, Chicago y el rock’n’roll volcado en dos pequeños plásticos de siete pulgadas. Suficiente para encarnar un modelo y arremolinar tras él a algunos de los más aventajados aspirantes a bluesmen desplazados a Chicago desde el Delta del Mississippi.
El éxito de Waters, recorriendo todo el camino desde sus grabaciones primigenias para el musicólogo Alan Lomax en 1941 hasta el reconocimiento como uno de los padres del rock’n’roll, fue un sueño dentro del sueño protagonizado por los hermanos Phil y Leonard Chess. Emigrantes polacos instalados en el Chicago de entreguerras, con un innato olfato para los negocios, su pericia les permitió materializar una visión racialmente improbable en una sociedad lastrada por el segregacionismo: poner en marcha un emporio artístico manejado por judíos y sustentado por algunos de los más revolucionarios músicos negros de su tiempo.
Todo empezó en 1946 con la apertura del Club Macomba, arquetipo de tugurio en el que engrasar farras con música negra en directo, y continuó un año después al tomar las riendas del pequeño sello Aristocrat, ampliado y renovado en 1950 bajo el nombre de Chess Records. Pionera de las discográficas independientes, a través de parte de su catálogo podemos documentar hoy no sólo el histórico trasvase de grabaciones esencialmente raciales hacia las emisoras de radio de música pop, sino también la delineación y pulimento del rock’n’roll tal y como hoy lo conocemos. La lista de algunos nombres asociados a Chess asusta al leerla de seguido: si Waters empujó los blues agrestes hacia la sofisticación, Bo Diddley y Chuck Berry otorgarían al rock’r’roll su molde rítmico y su mitología, respectivamente. Pero la factoría de genios no excluía a Willie Dixon, Little Walter ni a Etta James; tampoco a Howlin’ Wolf, quien reaparecerá en breve como coprotagonista de nuestro relato.
Sin embargo, veinte años después de que la maquinaria de Chess se hubiera puesto en marcha, y otros veinte desde que Waters hubiera enchufado su telecaster, la carrera del autor de “Long Distance Call” estaba estancada. En virtud de una de esas fluctuaciones de tendencias que mueven a la música popular, atravesó los años sesenta convertido en modelo para bandas como los Rolling Stones, pero relegado al estatus de pieza de museo en un plano puramente comercial. En 1968, además, el sello necesitaba reorientar su catálogo para hacerse hueco en unos tiempos convulsos, con el rock’n’roll gobernado bajo los principios de creatividad y novedad. Marshall Chess, el hijo de veintiséis años de Leonard, se convertía así en el responsable de llevar las riendas de la discográfica hacia un mercado que parecía girar en torno a obras exhuberantes y caleidoscópicas, con discos como Electric Ladyland de la Jimi Hendrix Experience como nuevos centros de influencia. El primer paso fue montar un subsello, Space Cadet, que sirviese de enlace entre la generación de su padre y la nueva cultura juvenil; el segundo, rescatar a Muddy Waters y encaminar su música hacia el público natural de Jimi Hendrix. El resultado fue Electric Mud, un extraño trabajo de blues moldeado en barro eléctrico que terminaría enfureciendo a no pocos compradores.
Para materializar el proyecto, Marshall necesitaba ensamblar una banda de acompañamiento que dirigiese el rutilante periplo psicodélico de un Waters aparentemente fuera de lugar. Encontró a los elegidos en su propia casa: un puñado de músicos que ya habían fogueado juntos en la banda Rottary Connection, la misma que se encargase de ingaurar el catálogo de Space Cadet, en 1967, con un seductor álbum de mimbres de soul psicodélico. El septeto que conformaba la flamante Electric Mud Band, de inclinaciones más cercanas al jazz que al blues, estaba dirigido por Pete Cosey, habitual guitarrista de sesión para artistas clásicos de Chess (y posterior lugarteniente de Miles Davis), e incluía en su núcleo principal a Louis Satterfield (bajo), Morris Jennings (batería) y Charles Stepney (órgano). En el centro, un Muddy Waters cincuentón actuaba como estrella principal de un concepto aparentemente alejado de su lenguaje natural, pero que empujaba hacia adelante con una excitación contagiosa.
Electric Mud se registró en directo en los estudios Ter Mar de Chicago a lo largo del mes de mayo de 1968, y fue lanzado finalmente en octubre del mismo año. Su impacto fue dual: convertido en el mayor éxito comercial de Muddy Waters (entrada en las listas de Billboard, doscientas mil copias vendidas), el disco amortiguó la incipiente decadencia de Chess y consiguió penetrar temporalmente en el segmento de mercado que perseguía; sin embargo, fue despedazado de forma unánime desde su publicación por el público de blues.
En el recomendable documental Godfathers and Sons (Marc Levin, 2003) se rastrea el camino de Electric Mud desde su rechazo inicial hasta su filtración en la música facturada por generaciones posteriores de músicos afroamericanos, con Chuck D de Public Enemy rememorando el shock iniciático que le produjo el álbum. Desde nuestra perspectiva de 2012 no resulta difícil asimilar un trabajo así, pero tampoco entender el airado repudio que provocó en un sector de la audiencia hace tres cuartos de siglo. No era un músico cualquiera el que había grabado aquella visión alucinada y densa del blues, retorciendo su repertorio clásico en efectos de fuzz y pedales wa wah, y ni siquiera cualquier músico negro. Era Muddy Waters, el principal ideólogo del blues de Chicago, quien parecía dispuesto a demoler su pasado y cualquier posibilidad de futuro con un disco imposible y desnaturalizado.
El grueso de Electric Mud estaba formado por cinco números conocidos de su carrera, regrabados para la ocasión, y tres canciones más, entre ellas una versión de los Rolling Stones. “I Just Want To Make Love To You”, la histórica composición de Willie Dixon popularizada por Waters en 1954, abría el disco lanzándose al cuello: la banda parece entregada a una improvisación apenas controlada, vertebrada por un largo, ácido y ensimismado solo de guitarra de un Pete Cosey en exploración contínua, que únicamente parece detenerse cuando, después de cuatro minutos, la canción reclama su conclusión.
La presencia de “Let’s Spend The Night Together”, el tema de Mick Jagger y Keith Richards que los Stones habían lanzado como single un año antes, puede interpretarse como un humilde gesto de generosidad del maestro hacia sus más famosos dicípulos, pero también como cebo ante nuevas audiencias. En cualquier caso, lo que originalmente era un sencillo y callejero gancho pop soul revela nuevos matices en la relectura de Electric Mud. Más carnal e impetuosa que el original en sus referencias sexuales, de nuevo con la guitarra de Cosey en primer plano serpenteando con entusiasmo, la relectura de Waters ofrece una solución fantástica para su vibrante construcción rítmica: sostener la canción sobre una línea de bajo basada en la del “Get Ready” de los Temptations.
No se trata de la única alusión a hallazgos ajenos dentro del disco, ni tampoco la más representativa. Hay otros dos injertos que evidencian la magnífica intuición de la banda, y dicen mucho del espíritu de libre sinergia que caracteriza a la obra. En “I’m Your Hoochie Coochie Man” (de nuevo una creación de Willie Dixon apuntalada por Waters en 1954) se sustituye el célebre subrayado de armónica por un saxo tenor que, en mitad de la canción, se desvía de su camino para dibujar espontáneamente un fraseo que cita a “My Favorite Things” de John Coltrane; en “She’s Alright”, una febril jam de seis minutos, es la banda en su totalidad la que se sale de plano hacia el final del tema para entregarse a una recreación del “My Girl” de los Temptations, convertido en una plácida coda psicodélica.
Junto a una imponente, fiera revisión de “Mannish Boy” (la canción de respuesta que Waters grabó en 1955 con “I’m A Man” de Bo Diddley como espejo) y antes de que “The Same Thing” eche el cierre como último guiño a Willie Dixon, encontramos las dos únicas piezas compuestas exclusivamente para el disco. La tensa “Herbert Harper’s Free Press News”, cruzada por una guitarra fuzz que avanza con espasmos eléctricos, puede entenderse como una inclusión puramente coyuntural; un retrato de las sacudidas sociopolíticas de la época. “Tom Cat”, siendo de lo más discreto del conjunto, funciona como síntesis de la estética de Electric Mud: el pulso del bajo fuzz y las guitarras wah wah, el saxo tenor dirigido por ondulaciones free, las insinuaciones tórridas en los textos y la interpretación de Waters.
La propuesta parece de lo más estimulante. Y así lo debió entender Marshal Chess, quien no sólo no se amedrentó ante la quema pública del disco, sino que persistió un año después en el barniz psicodélico a través de otro legendario músico de Chess: Howlin’ Wolf.
Wolf, una montaña de dos metros del profundo Sur, con un registro vocal que se balanceaba entre el trueno y el aullido licántropo de su apodo, había recalado en el sello de Chicago poco después que Muddy Waters, modelando un repertorio esencialmente sostenido entre composiciones propias y posteriores aportaciones de Willie Dixon. Muchas de aquellas canciones (con “Smokestack Lightning” a la cabeza) se convertirían en su voz en estandares ineludibles de Chess, y reflejaban a un intérprete y hombre de carácter. Si Muddy Waters había aceptado a regañadientes participar en el desembarco psicodélico de Marshall Chess, Howlin’ Wolf se opuso con vehemencia al envenenamiento contemporáneo de sus clásicos, pero terminaría claudicando en virtud de una inexcusable presión contractual.
Marshall reclutó al mismo núcleo de músicos, se seleccionó un listado de temas del catálogo de Wolf y el disco fue finalmente registrado en los estudios Ter Mar en noviembre de 1968, editándose en enero de 1969 con un artwork de una explicitud aplastante. La puerta de entrada a The Howlin’ Wolf Album, como se le conoce popularmente, consistía en una simple carátula blanca con una enorme leyenda ocupando el grueso de la carpeta: “This Is Howlin’s Wolf’s new album. He doesn’t like it. He didn’t like his electric guitar at first either” (“Este es el nuevo disco de Howlin’ Wolf. A él no le gusta. Tampoco le gustó en un principio su guitarra eléctrica”).
“¿Por qué no coges los pedales wah wah y toda esa mierda y los tiras al lago, de camino a la barbería?”. La leyenda habla de unas sesiones de grabación tensas y conflictivas, en donde desafíos como éste de Wolf ante el guitarrista Pete Cosey volaban por el estudio constantemente. Se palpa en el disco: mientras que la obra de Muddy Waters parece de algún modo llevada por la pasión, con muchos momentos de arrebato, en el caso de Howlin Wolf el cantante y la banda parecen trabajar todo el rato en dirección contraria. Lejos de la extroversión de Electric Mud, el conjunto parece entregarse aquí a una lectura de la psicodelia ensimismada y hermética, finalmente apelmazada, sin que Wolf llegue nunca a meterse en ambiente.
El inicio con “Spoonful”, sujetada por un pegadizo groove, no aventura el desastre, pero a la altura de “Tail Dragger” empieza a imperar cierta opacidad e introversión. Ni “Smockestack Lightning” ni “Moanin’ At Midnight” aportan nada a las perfectas construcciones originales; Wolf parece darse cuenta y advierte al oyente en airadas y cómicas cuñas habladas. “No me gusta, sabes…estos sonidos raros. Esas guitarras eléctricas de sonidos extraños. Mucha gente sigue sin entenderlo, ¿sabes lo que quiero decir?”. Y sin embargo el disco sigue a trompicones, con hallazgos intermitentes y un intérprete que incluso en su canto funcionarial sigue sonando rotundo. “Escuchad, tíos…todo el mundo dice que no le gusta el blues. Pero os equivocáis. Mirad, el blues va y viene. Y te lo diré de nuevo: lo que hay hoy en día no es blues, es sólo un buen ritmo que la gente lleva consigo. Pero ahora que te acercas al blues, te enseñaré cómo tocarlo. Sólo siéntate y mírame”. Lo que sigue es una versión de “Back Door Man” de Willie Dixon que el vocalista sureño arrastra sin esfuerzo, dando forma a una monumental versión de ácido dosificado que justifica el álbum entero.
Aunque finalmente escaló en las listas de Billboard incluso por encima de Electric Mud, el experimento psicodélico de Howlin’ Wolf resultó un aviso de que la aventura ácida de Chess estaba herida de muerte. No obstante, hubo todavía espacio para otros dos discos muy incrustados en el espíritu de su época, que supusieron un fantástico canto de cisne. Fathers and Sons (Chess, 1969) convocaba a una superbanda que, gravitando en torno a los viejos maestros (Waters, Otis Spann, Sam Lay) incluía respetuosas pero enérgicas contribuciones de alumnos blancos de pedigrí, como el harmonicista Paul Butterfield y el guitarrista Mike Bloomfield.
Una operación similar llevaría a Howlin’ Wolf a Londres para grabar The London Howlin’ Wolf Sessions (Chess, 1971) respaldado por la plana mayor de la élite británica, blanca y joven del blues (Eric Clapton, Steve Winwood, Bill Wyman y Charlie Watts) en otro ejercicio de celebración intergeneracional que terminaba de completar el círculo. Dos de los principales pesos pesados de Chess acababan así por resituarse definitivamente en el mapa sonoro trazado por sus discípulos.
Sin embargo, esta no es una historia con final feliz. Parecían divisarse pequeños oasis, pero en realidad Chess operaba con maneras de empresa de la vieja escuela. El complicado engranaje de la industria del rock los expulsaría finalmente de su centro, mientras que las grietas económicas y un agitado cambio directivo terminarían con su liquidación en 1975. A Marshall Chess le gusta rememorar el emporio familiar como la discográfica que congeló toda una época en la vida de los negros, pero en realidad fue algo más: una aventura musical aún viva e ineludible, que incluso en sus episodios más controvertidos dejó tras de sí rastros del genio que siempre la alimentó.
Texto: Carlos Bouza
Artículo publicado en el nº 301 de febrero del 2013
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