Discomático

DISCO DEL MES – MATTIEL «Satis Factory» (Heavenly-Pias)

 

(Foto: David Pérez Marín)

Habitualmente se cita Retromanía, el libro de Simon Reynolds, cuando se busca una voz autorizada que dé pábulo a los malos presagios sobre el presente y el futuro de la música: el rock ha muerto, no se hace música como la de antes – curiosamente, ese antes varía en función de la edad – o cualquier tiempo pasado fue mejor. Un punto de apoyo engañoso, ya que el extenso ensayo de Reynolds en realidad critica la melancolía y ofrece más preguntas que respuestas. De hecho su ambigüedad permite esgrimirlo para atacar tanto a quienes hacen del revival su modo de vida como a los que no entienden que de esa mirada atrás, con talento y actitud, puede surgir algo nuevo y poderoso. La clave estriba en evitar la vulgar clonación y abrazar los recursos del pasado para adecuarlos al presente, arrancándolos de su contexto original y viendo qué tienen de útiles en una nueva situación. En la actualidad ese aprovechamiento del pasado es más sencillo que nunca, todo está al alcance de un clic, así que también es sencillo hacer el ridículo creando pastiches sin fundamento ni valor añadido, como atracón mal digerido. Es por eso que son tan raros discos como Satis Factory, un milagro musical al que no cabe sino rendir admiración.

Mattiel Brown es una chica de Atlanta de su tiempo. Vive de un empleo relacionado con las nuevas tecnologías, dedica su tiempo libre a la música, tiene a su alcance los casi ilimitados recursos musicales del pasado, monta un grupo – gran trabajo el de sus compañeros Randy Michael y Jonah Swilley – con el que compone un puñado de canciones y, finalmente, graba un disco. Hasta aquí sería la historia de millones de aspirantes a músicos que pueblan nuestro planeta. Fue importante llamar la atención de Jack White, desde luego, pero todo lo bueno que anunciaba Mattiel (Burger Records, 2017) debía refrendarse en siguientes trabajos para no quedarse en otra estrella fugaz más, con todo su talento exprimido y su imaginación consumida en un solo disco. Su EP de 2018, Customer Copy, daba a entender que la propuesta seguía al alza a pesar de basarse en el reciclaje sistemático del pasado musical. En la balanza seguían pesando más su frescura y su atractiva indiferencia, hija de una sociedad postindustrial, caótica e irrespirable, que desorienta a sus cachorros ofreciéndoles una felicidad aparentemente más al alcance que nunca, pero en realidad inasequible como siempre.

Este variopinto carrusel de influencias, dudas e inseguridades cristaliza de forma perfecta en Satis Factory (Heavenly, 2019), de inequívoco título y descriptiva portada: la operaria empequeñecida y mimetizada en su entorno, sin poderse despojar de su ropa de trabajo, buscando una identidad que no tiene tiempo de encontrar porque ocupación y ocio se confunden. De eso van las canciones, de búsqueda, insatisfacción y angustia, pero también de esos recursos inesperados que nos ayudan a hacer la vida más soportable. Como Courtney Barnett, cuyo estilo prácticamente calca en alguna canción, sobre todo en «Food for thought», Mattiel se arma de valor, orgullo, ironía y humor para enfrentarse a demonios ajenos y propios. Su voz temblorosa, capaz de invocar la fiereza de Patti Smith tanto como la fría delicadeza de Nico, narra historias personales que podrían ser las de cualquiera de su edad: trabajos basura, falta de expectativas, inseguridad ante el futuro. Sus letras, en ocasiones crípticas como las de los Pixies y perturbadoras como las de Nirvana, transpiran inteligencia y desparpajo, usando todas las herramientas que permiten a una mente lúcida lidiar con un mundo asfixiante. “Toda esa desinformación no significa nada para mí”, canta en «Blisters», “nos han enseñado a prepararnos para lo peor” en «Long división», “he desperdiciado todo mi tiempo” en «Keep the change».

Letras, actitud, liderazgo generacional, voz espléndida y maleable, gusto para las apropiaciones sonoras – unos coros de Bowie por aquí, unos teclados 60s por allá, el eco psicodélico de Jefferson Airplane, las guitarras de los Beatles, el desapego de Lou Reed, el reverb tarantiniano del surf rock –, todo ello no significaría nada sin el espectacular acabado de las canciones, y aquí hay que recordar de nuevo a Michael y Swilley. El estribillo en francés de «Je ne me connais pas» es uno de los hallazgos del año, como también el de «Food for thought»; el trotón ritmo rockabilly de «Blisters» se queda pegado a las suelas de los zapatos, zapatos que no pueden evitar moverse con «Heck fire»; la melódica letanía de «Long division» se filtra por los poros, y canciones como «Berlin weekend» o «Rescue you», en realidad casi cualquiera del álbum podría realizar dicha misión, deberían hacer recapacitar a los agoreros del rock.

Simon Reynolds se preguntaba si llegaría un momento en el que toda la música del pasado formaría un museo estático repleto de copias para el disfrute indiferente de sus visitantes, condenando a muerte toda posibilidad de futuras singularidades. La alternativa es que, agotadas todas las combinaciones, no haya más remedio que utilizar experiencias pasadas y recursos conocidos para crear algo inédito, un nuevo saber. Sería exagerado asignarle esa misión casi sagrada a una recién llegada como Mattiel, pero al menos ha conseguido abrir a golpes una pequeña brecha en la Matrix musical del siglo XXI. Solo por eso, por dejarnos ver a través de una rendija la luz del exterior, bendita sea.

 

Texto: Fidel Oltra

 

 

 

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