Hay sustanciales diferencias entre escuchar a Johnny Casino en disco y sobre un escenario. La meticulosa y cuidada ornamentación que destella cuando graba en los estudios —es conocida su fijación por recurrir a invitados de alto nivel—, salta por los aires en cuanto se cuelga la Gibson y pisa el acelerador.
Reducidos a trío debido a la baja del guitarrista Aitor Ochoa, los conciertos los enfoca como relecturas de sus mejores temas pasados por el filtro del siempre efectivo esquema del power-trío. Quizá esta sea la particularidad más relevante de los conciertos porque permite al oyente disfrutar de su cancionero con una desnudez que los álbumes ocultan. Preferencias personales aparte —me gustaba más sólido, tal como sonaba la banda cuando era cuarteto—, desprenden ese aire chulesco que muchos intentan y a pocos les sale. Como sus canciones, es algo que brota natural en él, y es que llevar en esto más de dos décadas y con casi dos docenas de discos a sus espaldas, le da un bagaje que ya les gustaría a otros. Recupera la perdida tradición del rock pecaminoso, con estribillos saturados de riffs e interpretado bajo un espíritu juvenil y de colegueo —¿hay algo que confraternice mejor que brindar al público y echarse un trago de birra?—. Los que estuvieron allí entenderán estas líneas si recuerdan ese radiante inicio con «Cowboys and Indians» y la soberbia lectura de «You’ve Still Got Nothing to Say», los arquetipos de lo que es y lo que debería ser el buen rock’n’roll. Obligado por el público, tuvo que subir al escenario para un segundo bis: la versión de «Thirteen» (Big Star) fue perfecta para perdernos por las calles una fría noche madrileña.
Texto: Manuel Beteta
Foto: Salomé Sagüillo