Los conceptos de manifiesto político y álbum rock se funden y confunden en el cuarto disco en solitario del niño malo de Pink Floyd, una obra que, a pesar de estar en las antípodas del easy-listening, será de lo más accesible para sus fans. A lo largo de su hora de duración, Waters alterna sonoridades agrestes y urbanitas con otras más melodiosas y pastorales, empleando recursos que resultan familiares y que por momentos apuntan directamente a The Wall, para el que Is This the Life We Really Want? ejerce casi de segundo capítulo. El bajista se muestra cabreado con el mundo, cabreado de verdad. Señala, acusa e incluso insulta sin tapujos a quienes considera culpables del caos humanitario que vive la sociedad terráquea, llegando a pedir cuentas al mismísimo Creador. Para dar verosimilitud a esta oscura atmósfera de desesperanza que envuelve a las diez canciones que integran el álbum, Waters ha dejado que el productor de Radiohead, Nigel Godrich, juguetee a su gusto con los mandos, imprimiendo un sello ciertamente refrescante que sabe aprovechar la organicidad intrínseca de sus composiciones, combinando desnudez vocal con aparatosas superposiciones de pistas en las que el bajo jamás pierde protagonismo. Puede que algunos fragmentos algo derivativos pongan en peligro el equilibrio del disco —con solo una escucha en las oficinas de Sony no se puede ser concluyente al respecto—, pero lo que está claro es que el primer trabajo de Waters en un cuarto de siglo es sin duda el mejor de su trayectoria solista.
NACHO SERRANO