No desvirtúa El gran aniquilador su tremebundo título. Aun sin contarse entre lo más extremo grabado por Swans, supone una penetrante explicación de cómo el proyecto se deslizó, sin contradicciones, desde la brutalidad repetitiva y agónica de sus inicios hasta la asunción de unas estructuras más convencionales que, picoteando de género en género, pronto se definieron como una estremecedora antología de la más trascendental música americana. Y todo ello sin que nos detengamos en lo mucho que aquí podría leerse como croquis de sus apabullantes discos de renacimiento en esta década (considérese, en comparación, la relativa moderación de estas canciones, ninguna de las cuales sobrepasa los ocho minutos). Cierto: en 1995 ya había algo de fórmula en ese versado equilibrio entre solemnidad y tremendismo que, sin aparente dificultad y con la autoridad de un demiurgo inflexible, Gira supo extraer al dirigir a una banda (otra vez) intachable, en la que lógicamente destacan Jarboe, cantando entre el cielo y el infierno), o Norman Westberg, miembros esenciales del clan. Dos extraordinarias novedades: el muy necesario trabajo de remasterización efectuado por Doug Henderson, a partir de unas cintas originales recientemente descubiertas, y la inclusión del abstracto y escurridizo Drainland, disco en solitario del líder publicado entonces por Alternative Tentacles y en el que reinciden la mencionada vocalista y el batería Bill Rieflin. Esa obra no solo establece un diálogo de afirmaciones y negaciones con el disco ‘’principal’’, también aboceta muchas de las ideas consumadas dos años después en Soundtracks for the Blind, disco-cerrojo de una época.
JOSÉ LUIS TORRELAVEGA