David Eugene Edwards regresa con nuevo disco, retomando en parte la senda allí donde se detuvo en ‘Refractory Obdurate’, el disco que ‘dividió’-es un decir- a una parte de sus seguidores, al endurecer sensiblemente su sonido. Lo retoma, cierto, en algunos temas, pero el conjunto dista mucho de la electricidad monolítica. Hay en el nuevo trabajo del reverendo un eclecticismo, una variedad siempre dentro de sus obsesiones, que lo emparenta con los mejores momentos ya no de su marca actual, sino incluso de 16 Horsepower.
Porque vale, nuestro hombre abre con un trallazo como ‘Come Brave’, que nos apabulla mientras hacemos cola para asistir a su ceremonia, pero apenas termina éste nos abre las puertas de su carpa, nos sienta y nos regala, con ‘Swaying Reed’, uno de sus alucinados sermones sin que hayamos tenido tiempo aún de acordarnos de nuestros pecados. Y ya estamos rendidos a él. A su homilía, a sus invectivas, a sus penitencias y sus redenciones. Disfrazado ora de predicador, ora de orate indígena, de brujo y hechicero, danzando al son de tambores tribales (ese tipi que luce en la espalda de su chaqueta en la portada del disco no es mero capricho estético), distorsionando los acordes y haciéndonos partícipes de una obra –otra más en su cuasi ejemplar trayectoria- que es, de nuevo, una experiencia, y no sólo auditiva.
Que en medio del marasmo lance la Biblia a un lado y nos apacigüe con letanías tan balsámicas como ‘The Quiver’ o ‘Golden Blossom’ es tan sólo una muestra más de la maestría a la que ha llegado Edwards en su arte y en su misión. Falta por ver ahora si, en directo, sigue la estela de sus últimos tiempos, elevando intensidad y decibelios por un igual, o controla su hermosamente enajenado discurso en aras de un cierto retorno a su lado más profundo y místico. Sea como sea, es un placer tenerle de vuelta.
Eloy Pérez