Puede que sus discos se titulen todos de la misma manera, pero no hay ningún concierto de Guadalupe Plata que se asemeje a otro. Los de Úbeda saben cómo sacar partido a los bajos de caja de cerillas y los barreños de metal, sin resultar puretas ni pretenciosos. Más bien, el atributo del trío bluesero consiste en saber aislarse del público para hacer “su rollo”, ya sea en la sala Ego de Alcalá de Henares o en un teatro con solera. Eso sí, la suciedad de herencia garagera le queda que ni pintado al sonido de las salas, llenas del público enfervorecido, imposible de encontrar en otros agujeros.
Guadalupe Plata son expansión, letargo impetuoso y paciente del estallido lánguido del blues que jamás abandonan. Es espesura sonora, es sudor pegajoso del llano que sustituye al pantano de Nueva Orleans. Es la esencia de la psicodelia sin líneas de teclado que la sustenten. Es postmodernidad sin heterodoxia. Es, simplemente, una música que disfrutar con el cuerpo y la mente dejándose llevar por la cadencia de guitarra trasnochada que dicta que todo tiempo pasado fue mejor. Es cerrar los ojos y… gritar. Como gritaba la Ego el pasado sábado aquello de “Baby, me vuelves loco”, y el nombre de “Lorena”, y el homenaje a “Los santos inocentes” de su “Milana bonita”.
Consignas insustanciales repetidas de manera cadenciosa, expandiéndose más allá de los siete minutos, uniendo sin interlocución posible un tema con otro. Así se dejaron ver los Guadalupe Plata en Alcalá de Henares. Y su público, agradecido, no dejó pasar la oportunidad de pedirles tantos bises como el trío consintiera, y el blues permitiera. Ese blues sin límite ni lenguaje más allá del que la necesidad de un buen chute adrenalínico dicta.
Texto: Elena Rosillo
Foto: Alex Jiménez