Sonriente y simpático. Buena imagen. No solo él si no también los otros dos músicos que lo acompañan. Así que suben al escenario uno no puede evitar pensar que van a humedecer algunos corazones, sean masculinos o femeninos, con su apostura. Tampoco el cavilar en que son apuesta segura para festivales. Sean de blues o de rock & roll.
Rotundos y respetando todos los clichés de la parafernalia escénica del rock saltan, cruzan mástiles, mueven melenas y hacen alarde de virtuosismo técnico ante el alborozo del personal asistente. Alternan blues tradicional, lectura del «Come On in My Kitchen» del padrino Robert Johnson, con temas de cosecha propia que van del hard al AOR y el rock sureño pasando por Detroit ya que el guitarrista recuerda en ocasiones a un jovenzuelo Ted Nugent.
Saben rendir cuentas a los pioneros con una primorosa «Spellbound» del olvidado Robin Trower y musculosas revisiones de Mountain, «Mississippi Queen», y Rick Derringer, «Rock & Roll Hoochie Koo». Temas ajenos que pusieron encima del tapete el quid de la cuestión. Lo tienen todo excepto canciones. Ni una sola de las suyas deja huella, son efectivas sobre las tablas, recomendables en vivo, pero escuchadas sin el fragor del directo y las cervezas flojean.
Quizás sea el ritmo de giras, lleva paseando las mismas canciones demasiado tiempo pese a editarlas regrabadas de nuevo ahora, o bien, como sucede en otros casos, que está muy dotado como ejecutante y menos como compositor. Su progresión dará o quitará razones, si prospera como músico o se queda como una atracción de directo.
Manel Celeiro