Mark Lanegan acaba de quitarse las gafas. Susurra The stars and the moon aren´t where they´re supposed to be y estira el cuello hacia atrás con tanta rapidez que compruebo si el micrófono está ardiendo. El micrófono no está ardiendo. Mark Lanegan canta como si ya hubiera rezado demasiado. Nunca fue un hombre de fe, pero alguien le convenció de que era lo único que le quedaba por intentar. El caso es que ya es tarde. La canción indica una subida de tono y el perdonavidas de Washington se saca del pecho un cuchillo ensangrentado. Es la segunda vez que lo hace en lo que va de concierto.
El técnico de luces no podrá exhibirse esta noche. Supongo que Lanegan le ha agarrado del pecho hace un rato y le ha dicho que es hombre muerto si se atreve a ponerle un foco en la cara. Puede que el resto de la banda haya presenciado la escena y por eso nadie se atreve a levantar la vista. El perdonavidas de Washington despacha canciones con suficiencia y yo me pregunto por qué acabo de bostezar. Llevo una semana diciendo voy a ir al concierto de uno de los mejores cantantes de los últimos 800 años y acabo de bostezar. Entonces él tensa la mandíbula. Se oye un chasquido. Suena una estampida macabra llamada Methampethamine Blues y pienso que quizá sea un plan. Quizá Lanegan te quiera adormecido para meterte la mano por la boca y tocar tu corazón sin la menor piedad. O quizá se quitará las gafas al entender que esta noche sus canciones tampoco estarán a la altura de su voz.
Texto: Santini Rose
Foto: Dena Flows (Kafe Antzonia, Bilbao)