Después de años rechazando ofertas para recrear la que muchos consideran su obra maestra, los hermanos Reid se decidieron a desempolvar los pedales de fuzz, bien motivados por el inminente 30 aniversario de la publicación del álbum o bien por el deseo de amortizar su capital intelectual como padrinos del ruido (con permiso de Luigi Russolo). Atrás quedan aquellas primeras actuaciones de 20 minutos, la indignación del publico ante el desprecio de la banda hacia su propia audiencia y los disturbios amplificados por el sensacionalismo del tabloide The Sun.
Una cuestión previa a este concierto es cuál es la validez artística y cultural de la recreación de álbumes clásicos tan en boga en los últimos años. Uno puede gravitar hacia una opción cínica y pesimista, lamentando que lo que fue el arte de la transgresión (o en las palabras de su propio manager Alan McGee, el “terrorismo artístico”) se haya establecido plenamente en el “canon” y por tanto diluido su poder como agente de cambio cultural hacia poco mas que una sucursal del “establishment” musical. Por otro lado estos eventos van más allá de una pura recreación, acto en todo lugar imposible. Novedosos en sí mismos, transforman una experiencia privada como es la escucha de un álbum en una experiencia pública y por lo tanto crean un nuevo tipo de “performance”, que cineastas como Iain Forsyth y Jane Pollard han llevado a su máxima expresión.
El concierto consistió en dos partes bien diferenciadas. Comenzaron la noche con los “bises”, quizás el único guiño anti-rockista que la banda puede permitirse a estas alturas, y terminaron con las 14 canciones de su primer y para muchos mejor álbum, “Psychocandy”. Así lo explicó Jim Reid, con un espeso acento escocés que no le abandona a pesar de décadas de “exilio” en Devon. Fueron las únicas palabras pronunciadas por los hermanos Reid hasta el último “goodbye”.
La primera parte del concierto recuperó sus mejores canciones de las distintas épocas post-Psychocandy, comenzando con un “April Skies” que marcó su momento mas alto en los “charts” del Reino Unido. Siguieron otros éxitos relativos como “Reverence” y la sublime “Some Candy Talking”, una canción contemporánea del álbum que no fue incluida en su día. Hasta este punto la banda, compuesta además de por los hermanos Reid por Phil King (ex de Lush), por el bajista Mark Crozier y el batería Brian Young, interpreta las canciones con competencia y oficio, de un modo excesivamente profesional y desapasionado. Aunque la pasión nunca fue el fuerte de Jesus and Mary Chain, la impresión es de una banda que no se cree demasiado su propia leyenda.
Después de un breve intermedio llega al momento que justifica la noche y el precio del ticket (unas treinta libras, caro considerando que en Londres muchos conciertos oscilan entre las diez y las veinte). Anticipada por los compases de batería del “Be my baby” de las Ronettes, uno de las muchos elementos que la banda tomó prestados de Phil Spector, e introducida por una cortina de plomo amplificado y fuzz, arranca majestuosa “Just Like Honey”. Es el comienzo del álbum “Psychocandy” y el climax del concierto.
El sonido es preciso y compacto y los arreglos absolutamente fieles a la grabación. Esta banda ha hecho sus deberes, se notan las horas de ensayo. No es una actitud muy “rock’n’roll”, donde prima la espontaneidad, aunque la audiencia lo agradece. Puede parecer que el material de Jesus and Mary Chain es fácil de tocar, pero la música más sencilla es muchas veces un arma de doble filo. Uno no puede ocultarse en artificios y debe destilar la absoluta esencia de la canción, aquello que la hace única y relevante.
Los temas se suceden sin pausa ni presentación mientras el público repasa mentalmente la contraportada del LP editado por Blanco y Negro. “The Living End”, “Taste the Floor”, “The Hardest Walk”. Melodías y capas de fuzz se alternan en canciones como “Taste of Cindy” o se superponen como en “Cut Dead”, apoyadas por proyecciones de video visualmente derivadas de la portada del disco y de los primeros clips grabados por la banda en el ya lejano 1985.
Cuarenta minutos después de los primeros golpes de bombo de “Just Like Honey” el concierto termina, como el álbum, con “It’s So Hard”. Las luces del Troxy se encienden y en este momento es cuando nos gustaría darle la vuelta al cassette, o devolver la aguja del tocadiscos al primer surco, pero no es posible, este ha sido un evento único e irrepetible. Por lo menos hasta la siguiente noche del tour.
Texto: Daniel Varela Santoalla