Escupes toda la ansiedad, rabia y desesperación cuando tocas. Terminas y quieres desaparecer. Tímido, saludas. Lección de primera semana de rock alternativo. Nacho Vegas acaba de salir al escenario de la sala Salamandra y está cantando sobre hombres con placa que humillan, justicia social y meritocracia. Termina la canción. Tímido, saluda.
Se da la vuelta y encara Nuevos planes, idénticas estrategias. En cinco minutos ha demostrado la solvencia de esa fórmula que recorre Resituación –melodías alegres para temas oscuros- y ha reivindicado el resto de su repertorio. En cinco minutos, las cejas de los que antes lo trataban de maldito y ahora de oportunista se han arqueado. Sus gestos se han torcido tanto que amenazan con abandonar sus rostros. Y, sin embargo, hay algo que no encaja: Vegas arrastra las palabras más de lo habitual. Fija su mirada en el fondo de la sala. Se agarra al pie de micro o a la guitarra como si fueran lo único que le impide no evaporarse. En fin, la escena dista mucho de lo que uno imagina de una voz generacional.
A mi derecha, una chica le dice a su amiga que está más hinchado que la última vez. Hay un silencio y rectifica, dice recobrado como pensando que hinchado pudiera tener una connotación drogota. A mi izquierda, una pareja. Él se las sabe todas. Ella no para: whatsapp, cámara de fotos, cámara de vídeo y las gargantas de varias vidas derramadas entre canciones. ¡GUAPO! ¡GUAPO!, repite. Su novio aguanta estoicamente y al decimotercer ¡GUAPO! Resopla y dice: Eso a Pérez-Reverte no se lo dices.
Vegas sonríe y suelta que menuda movida tenemos aquí montada, que a ver si el domingo nos van a dejar votar o no. Reímos. Anuncia una canción sobre ciudades maltratadas y susurra: Vivo en la ciudad más triste de este país. Me doy cuenta de que aquí está pasando algo trascendente. El transcurso de los días deja cada vez más claro que Resituación es la mejor radiografía que se ha hecho de nuestro tiempo. ¿Qué va a pasar el domingo? Barcelona podría ser la ciudad más triste de este país y este tipo y su guitarra están diciendo algo al respecto. Este tipo, su guitarra y su banda. Qué banda: León Benavente -Abraham Boba a los teclados, Edu Baos a la guitarra, Luis Rodríguez al bajo y César Verdú tras la mesa- más Manu Molina a la batería y un señor con ojos de loco llamado Joseba Irazoki a la guitarra y banjo.
Hay quien pide canciones de Chicho Sánchez-Ferlosio, de Ska-P o La Internacional. Vegas pasa. Encadena ese himno llamado Runrún con Polvorado y Actores memorables. Lo escupe todo. Las canciones acaban. Tímido, sonríe. Estas canciones, este escenario y esta situación: qué fácil sería alzar el micrófono con fuerza y soltar panfletos a un público caliente. No encuentro ni un amago que apunte a eso. Vegas describe y se deja algo más que la epidermis en ello, pero no es un profesor que ha venido a decirnos que vamos a sacar un notable en civismo y responsabilidad democrática.
La antorcha se apaga por momentos. Taberneros me parte en dos. Al principio tengo las manos heladas y después siento que, o estallo, o toco al cielo. Taberneros se difumina y tengo la sensación de salir de una clínica de desintoxicación. La llama se aviva cuando Vegas afronta la magnífica La vida manca. Cuando la redención asoma con gravedad, el asturiano presenta a Lorena Álvarez, “la talibana de la canción popular”, la musa de Rapaza de San Antolín.
Viéndola, uno entiende porqué: Lorena lleva dos minutos en el escenario y ya ha ironizado sobre las canciones eternas de Vegas, ha respondido a alguien acerca de la longitud de su falda y ha advertido a la banda que esté atenta. Todo sin parar de reír. Todo sin parar de moverse. Toca Soy un olmo y Novias. Sigue riendo. Se remanga. Grita ¡VAMOS BOBA! Cuando el iracundo teclista amenaza con traspasar las teclas de su instrumento. Sigue riendo y entre risas desaparece.
Vegas anuncia que, después del eclipse, van a intentar acabar con dignidad. Aparece con la guitarra y esparce Luz de agosto en Gijón. Al tercer verso se lía y dice que vuelve a empezar, que Lorena le ha dicho algo y le ha puesto nervioso y le ha dejado la mente en blanco. Reemprende la marcha y concluye con dignidad. Aparece el resto de la banda. Suena El hombre que casi conoció a Michi Panero y el enésimo detalle de la reconciliación de un autor superlativo con todo su repertorio. Boba, Molina, Baos, Rodríguez e Irazoki se miran y afirman. Tienen algo que decir. El mercado de Sonora deviene en una bomba noise que sorprende a algunos. Irazoki ha dejado de hilar con delicadeza y de sonreír como un pastor que mira a sus cabras sin rastro de maldad. Sus ojos de loco van más allá de sus órbitas y se lía a hostias con su guitarra. Boba lleva rato en pie; Baos y Rodríguez sonríen con la mandíbula apretada.
Esta E Street Band con traje, uñas negras e instinto asesino es el martillo perfecto para la mano frágil de Vegas.
Salgo de la sala con el ceño fruncido. Recuerdo aquella insistencia con que Dylan dejaba claro que él no era el portavoz de nadie. Desde el fondo de mi cazadora aprieto el puño al entender que esta es la resituación: hasta un tipo con mirada perdida que se agarra a una guitarra o a un pie de micro para no evaporarse tiene mucho que decir sobre todo esto.
Texto y foto: Santini Rose