Recuperamos la reseña que Eduardo Ranedo acometió para el Disco del Mes del extra de verano, donde se explican y analizan los muchos detalles del último disco de Natural Child, banda que nos tiene entusiasmados y excitados ante los conciertos que van a dar esta semana (Fiesta Ruta 66 en Rocksound Bcna, miércoles 3), y que ya recomendamos ayer desde la sección «Concierto de la Semana».
Natural Child, Dancin’ with Wolvers (Burger-Popstock!)
Parece haber cierto consenso en que el pub-rock nació cuando Eggs Over Easy llegaron a Londres desde Berkley, se instalaron en Kentish Town y tomaron el escenario del Tally Ho con su mezcla de country-rock y blues, convenciendo al despistado propietario de que lo suyo —en estricto cumplimiento de la línea musical del establecimiento— era jazz. Con un efecto imán instantáneo para un público del que formaban parte muchos otros músicos, en apenas unos meses una nueva escena pedaleaba redonda y con ella un puñado de grupos que hoy podemos reivindicar orgullosos como un refugio de plenas garantías para esos momentos en los que la acometida del descriterio se hace insoportable. El caso es que algo, más bien mucho, tiene el nuevo disco de Natural Child que me traslada al día en que un alma caritativa me recomendó aquel mítico Good ‘n’cheap de los Eggs, haciendo que lo escuchara a esa edad en la que unas pocas influencias desacertadas pueden llevarte a desperdiciar —en lo estrictamente musical— muchos años de tu vida.
Leo que éste, su cuarto trabajo, precisa escucha reposada y que requiere cierta digestión. Discrepo: Entra finísimo y a la primera. Otra cosa es que suene tan a disco de los de antes que automáticamente se sitúe a una distancia de años luz con respecto a esa fugacidad que por lo visto va ineludiblemente unida al momento presente. Y, a la vez, que sea sencillo adivinar que su vida será longeva, que durará mientras quede alguien con ganas de poner un disco que ofrezca música sencillota y bonachona, buen rock and roll con pedigrí, de ese que se explica solo.
El caso es que venía el trío de Nashville de un par de discos más que dignos, editados ambos durante 2012. Tanto For The Love Of The Game como Hard In Heaven mostraban un grupo resultón y competente, sin grandes preocupaciones existenciales -priva, tías, hierba…- y con buenos temas en los que quizá se abusaba un pelín de la sal gorda. En paralelo, se habían convertido en una fenomenal banda de directo, con prestigio ganado a pulso a base de girar sin descanso por Estados Unidos y Europa a un ritmo al que seguro no fue ajeno el tirón indiscutible que su sello discográfico tiene dentro del underground más in. Desde entonces han experimentado notables cambios que han tenido efectos muy positivos en su sonido y, lo que probablemente sea más importante, en su enjundia como banda. La confesada aspiración por su parte de lograr una formación capaz de reproducir sobre el escenario las dinámicas de los grupos clásicos de los setenta, unida a una dieta severa de outlaw-country escuchada durante sus viajes en la furgoneta, les lleva a incorporar a Luke Schneider para encargarse de la pedal-steel y a Benny Divine para los teclados, un músico de New Orleans, cuya procedencia queda clara incluso cuando se le escucha tocando un órgano Rhodes. A partir de ahí, los modelos y objetivos son claros (The Band, la Marshall Tucker Band, el boogie de Canned Heat, incluso los Stones de primeros setenta) y el resultado más que convincente, mucho más pulido y elaborado que en cualquier momento de su trayectoria anterior, y de la que este disco parece un rotundo punto y aparte en busca de logros algo más importantes.
En el fondo se trata de un trabajo diáfano y bastante liviano. Nada que no se haya escuchado antes, incluso muchas veces y mejor. Todo temas propios salvo el entrañable «Nashville’s a Groovy Little Town» del reivindicable Tom T. Hall. Pero resulta tan oportuno y terapéutico, tan noble y sin doblez, que resulta imposible —y hasta ingrato— tratar de resistirse. Una dosis concentrada de música tradicional a base de canciones bien trazadas que saben a rock de toda la vida, sin chorradas y en crudo, ideales para descorchar unas birras y mirar -con mayor o menor grado de disipación- la vida pasar. Y aun siendo el más maduro de sus discos, que lo es y de largo, todavía no hay complejos como para seguir tirando del legado de Parsons y Richards y tampoco vergüenza para lucir altivos esas voces cinceladas a base de alcohol y tabaco de liar. Es tan seguro que Natural Child no son una banda que vaya a descubrirnos demasiadas cosas como que es ahí donde precisamente radica su pequeña grandeza: En ser capaces de ponernos cachondos dando vueltas una vez más a lo de siempre.
Qué bueno tiene que ser tener catorce años y que alguien te pase este disco, qué buen principio. Porque es un error tirar de prejuicio y desconectarse de lo que está pasando, perder la posibilidad de disfrutar de lo que ocurre en la música a tiempo real. Pero mucho mayor, garrafal, es renunciar a la perspectiva y olvidarse del desde dónde, cómo y porqué hemos llegado hasta aquí.
Texto: EDUARDO RANEDO.