Madrid.
Palacio de los Deportes
Si hasta la fecha, The Black Keys habían demostrado ser la banda con ascendencia más meteorítica en el mundo del rock norteamericano, tanto por trascendencia artística como mediática, del último lustro, ahora confirman, tras su concierto en Madrid el pasado 28 de noviembre, que lo suyo ha pasado a ser todo un fenómeno de difícil explicación. ¿Cómo puede un dúo cuyas patas de sujeción son el blues-rock y el garage convertirse en una especie de insignia para el público indie, el mismo que aplaude a Coldplay o Killers? ¿Cómo pueden Dan Auerbach y Patrick Carney, dos treinteañeros del lejano Ohio que siempre han mostrado más preocupación por Muddy Waters o R. L. Burnside que por las últimas tendencias musicales que pueblan las listas de éxito, llenar el Palacio de Deportes de Madrid en su primera visita a España?
Si alguien supiese el secreto, sería el manager más forrado de este negociado. Es un fenómeno paranormal pero sucede desde siempre: bandas o artistas que, sin entregarse a las concesiones del mundo del pop, se convierten en iconos del mismo pop. Para remitirse a uno de los últimos fenómenos parecidos, a The Black Keys les ha pasado como a White Stripes, que desde su propuesta revival de garage rompieron el molde llegando a un público masivo, donde conviven los puristas del género, los indies que más rápido abrazan las novedades y los miles y miles de paracaidistas sonoros, aquellos que ni están ni se les espera pero aterrizan en determinados acontecimientos musicales por curiosidad o, más aún, por estar en la onda. Estos paracaidistas no se han comprado un disco en su vida ni sabrían ni querrían saber de las influencias de los Black Keys. ¿Sabes que Pactrick Carney empezó en su sótano grabando versiones de sus adorados negros del blues, entre ellos un tal Junior Kimbrough, un guitarrista fascinante de Misisipi? “Pero has visto cómo mola su camisa a cuadros y qué caña mete en directo”, contestará el avispado paracaidista.
El Palacio de Deportes estaba hasta arriba, en buena parte por el gran número de estos asistentes volátiles que, actualmente, forman una masa uniforme de modernos que terminan por diferenciarse del resto por lo que chillan en mitad de las canciones, hacerse fotografías (llegué a contar 35 instantáneas en menos de 15 minutos a cuatro chicas salidas de un catálogo de H&M que estaban a mi lado), estar más pendientes del tío que vende cerveza que del setlist o bailar estrepitosamente en los pasillos como si hubiesen cambiado por un día la discoteca por la grada. Gozan que da gusto, pero, con su sonrisa Profidén y su hedor a Dolce&Gabbana, son el mayor martirio para el oyente sencillo, el asistente normal de un concierto.
De alguna manera, es como si los Black Keys hubiesen decidido en su presentación en Madrid ofrecer una actuación excesivamente compacta y homogénea para contentar a todos sus públicos. Ser como un meteorito que cae en plena ciudad. Fue un concierto corto, apenas una hora y media. Si bien es cierto que demostraron una pegada brutal en canciones como Gold on the ceiling o ese fogonazo llamado Lonely boy, que les catapulta allí donde otros solo suspiran por llegar, fue asimismo un concierto falto de diversidad estilística, sin multiplicidad de detalles y contrastes que sí vuelan por su discografía. Entre aullidos, distorsiones y zumbidos, mientras Carney aporreaba la batería como si no hubiese mañana, sonaron contundentes, cierto, noqueando sin respiro, también cierto, pero se hubiese agradecido más suciedad, hacer sudar las cuerdas en un blues más pantanoso y tomar mayor ardor garagero para distanciarse más del rock estandarizado. Esa apuesta por la diferencia, por el detalle exquisito, es lo que hace que Wilco, por citar a otro fenómeno que aúna a públicos diversos en su exitosa carrera, adquiera, a diferencia aún de Black Keys, ese estado artístico superior, no solo en disco sino también en directo, donde los de Tweedy apelan a todos los instintos, tanto los del cuerpo como los del alma.
Con Gus Seyffert y John Wood sobre el escenario, y tras composiciones como Thickfreakness o Run right back’, The Black Keys, con su impresionante reverberación blues-rock, fueron, por su pegada, como unos Nirvana, aunque también remiten a unos Led Zeppelin. Pero algo les faltó, pese al clamor popular entre tanto paracaidista preocupado por cualquier tontería menos por la música. Se habrán convertido en un fenómeno digno de estudio, pero, por desgracia, pueden perder su verdadero atractivo artístico, su esencia diferencial, si ceden a las primeras del éxito.
Texto: Fernando Navarro
Foto: Felipe Hernández Durán