La obra que ahora pasea Roger Waters nunca ha dejado indiferente a casi nadie, sea a sus fieles más acérrimos o a sus acérrimos detractores. Ahora que Rogelio y sus albañiles están edificando el famoso Muro en España, presentamos dos opiniones divergentes.
El ladrillo
El mayor acierto de The Wall es el título: su aparición actuó como muro que delimitaba el antes y el después de una banda que no admitía fácilmente las medias tintas. A los Floyd los amabas o los odiabas, en general. A un servidor, qué quieren que les diga, le dejaban bastante indiferente, pero siempre era mejor escucharles a ellos que a pelmazos del calibre de Genesis o Yes cuando visitabas la casa de algún amigo con querencias hacia lo sinfónico. Hasta que llegó de The Wall, cerrojazo a una aventura (brevemente capitaneada por el explosivo Syd Barrett) que consiguió, lo reconozco, un triplete que no ha envejecido del todo mal: Wish You Were Here, Dark Side of the Moon e incluso Animals podían atraparte. Hasta que la megalomanía de Roger Waters, tipo detestable donde los haya, esparció sus cenizas por los aires tras encerrar el mínimo atisbo de introspección y voluntad planeadora tras una pared formada por ladrillos del tamaño de una canción. Porque tragarse del tirón semejante monumento al ego, tamaña sesión de culto al cuerpo, era/es más indigesto que hacer el vermú triscándose un ladrillo. Ni la cerveza, ni los porros ni hostias, nada logra facilitar la digestión de esa secuencia de operetas del tres al cuarto en las que sólo se salva (por momentos) la guitarra de David Gilmour, afilado recordatorio de la peculiaridad de un sonido propio. Entre Oliver Twist y un viaje de ácido chungo, las aventuras y desventuras del pobre Pink son una gran cáscara de nuez que, una vez abierta, alberga mucho aire y un fruto diminuto. La jugada les salió bien: olvídense de conciertos en las ruinas de Pompeya, que ahí no cabe la cuadrilla de paletas que tenían que construir el muro de marras, que ni siquiera una vez demolido lograba que el espíritu de los Floyd originales resurgiera de sus ruinas. Para rematar la jugada, se alían con el pirotécnico director Alan Parker y trasladan el churro a la gran pantalla. La primera visión te dejaba descolocado, confuso, y te arrojaba a los leones: quedar como un lerdo que no ha entendido nada o asentir en silencio ante las elucubraciones que los intelectualillos de turno se marcaban a su costa. Decidí volver a visionarla y me quedé frito hasta que mi acompañante me dio un codazo (¿roncaba, acaso?). Hace unas semanas, un periódico la regalaba y decidí intentarlo de nuevo. Menuda brasa mantener la atención siguiendo las evoluciones del rostro bovino de un Bob Geldof al que le deseas peores desgracias de las que sufre. Juro no volver a intentarlo.
ALFRED CRESPO
El monolito
Pedantes. Grandilocuentes. Ególatras. Melodramáticos. Éstos y otros muchos epítetos (e insultos) han recibido los Floyd por toda su carrera (excepto por Piper, para algunos su único disco válido: el esnobismo que no cesa) y, sobre todo, por The Wall. Igual que Stanley Kubrick por 2001. Y las comparaciones no son vacuas: tanto Kubrick como Roger Waters (ambos famosos por su carácter difícil, siendo suaves) se la jugaron con sendas obras únicas que suponían un gran riesgo en sus respectivas carreras. Además, Waters tuvo que enfrentarse a sus compañeros para sacar adelante el proyecto. Sobre todo con Wright, que al final quedó relegado a músico de sesión (acabó yendo al psiquiatra), tanto en el disco como en la posterior y espectacular mini-gira. Y con Gilmour casi llegaron a las manos… Pero si no se hacía el disco tal y como Waters quería, congelaba el proyecto y se largaba (tanto Wright como Gilmour habían gastado sus reservas compositivas en sus discos en solitario). Y el fisco apretaba (ay, la costosa vida de las rock-stars…), por lo que dejaron que Waters ejerciera de déspota y en 1979 parieron uno de los discos clave del rock. The Wall posee ecos de anteriores obras del grupo, pero el formato conceptual superaba de largo las premisas apuntadas en Dark Side of the Moon. De hecho, abordaban nuevos formatos: el hard-rock (Young Lust, Run Like Hell), la música disco (Another Brick…) o el musical (The Show Must Go On, The Trial), dejando atrás los largos pasajes progresivos marca de la casa. A diferencia de cualquier otro disco del grupo, tanto la instrumentación como los arreglos y la producción (un 10 para Bob Ezrin, James Guthrie y Michael Kamen) estaban al servicio de las canciones y no para el lucimiento personal. Y eso que Gilmour parió un solo de guitarra antológico para Comfortably Numb. El álbum evocaba retazos biográficos tanto de Waters como de Syd Barrett, un catálogo de miserias personales para dejarte noqueado: la guerra, la pérdida del padre, el mal rollo escolar, la asfixia materna, el distanciamiento de la pareja….
Sí: pedantes, grandilocuentes, ególatras, melodramáticos. Pero este pedazo de monolito de las lamentaciones posee una sólida arquitectura de las que soporta el paso del tiempo, algo aplicable sólo a unas cuantas obras selectas. ¡Ah! Y de la estupenda (e infravalorada) película de Alan Parker, con esas apabullantes animaciones de Gerald Scarfe, hablamos otro día…
JORDI PLANAS
Publicado en Ruta 267, enero 2010.
The Wall el disco doble más vendido de la hustorina, por algo será…..