Hay dos formas, opuestas pero seguramente complementarias, de juzgar el disco de clásicos del country con el que Willie Nelson regresa a su orígenes bajo la dirección artística de un productor en racha, el oscarizado T-Bone Burnett. La primera interpretación, más visceral, pasa por dejarse llevar por sus generosos 15 cortes y disfrutar sin más. Motivos para el goce los hay y de sobras.
Destaco tres: el fraseo del bandolero greñudo, más espacioso y espontáneo que en ocasiones anteriores, el nivelazo de los músicos de estudio que le respaldan ─mucha atención a la exquisita guitarra de Buddy Miller y las preciosas armonías de Jim Lauderdale─ y la consistencia de un material que, pese a cierta previsibilidad (¿hacía falta otra versión de «I Am a Pilgrim» o «Satisfied Mind»?), desgrana sabiamente el legado de maestros vaqueros como Ray Price, Doc Watson, Hank Williams o Merle Travis. La segunda lectura, más analítica, consiste en poner el dedo en la llaga y preguntarse por lo que el álbum podría haber sido dado el potencial de los genios implicados y lamentablemente no es. T-Bone, proveedor de un sonido nítido que, aún siendo una maravilla, se antoja dirigido al gran público, está a años luz de las texturas de country noir por las que es conocido y uno se plantea si no debería haber asumido más riesgos. Nelson, por su parte, se esfuerza lo justo. Pese a cumplir con su papel de actor principal y ofrecer, aquí y allí, destellos de su indudable grandeza, no termina de transmitir la sensación de querer hacer de este un proyecto realmente importante. Ambos, artista y productor, carecen esta vez de magia interpretativa y quizá les falte un poco más de ambición.
Jordi Pujol Nadal