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Dossier Prisiones: Fuga de Alcatraz

Cuando en la mañana del doce de junio de 1962 los funcionarios de prisiones de Alcatraz advirtieron que el convicto Frank Morris permanecía inmóvil, quizás muerto, en la cama de su celda, nadie podía suponer que un vulgar muñeco ocupaba su lugar. Junto con los hermanos John y Clarence Anglin, Morris había culminado el mayor de sus retos, alentado por el convencimiento de que no hay desafío insuperable si ha sido propuesto por otro ser humano. Ciertamente, Frank Lee Morris parecía nacido para escapar de esta isla de la bahía de San Francisco, un fuerte militar transformado en prisión federal en octubre de 1933 por el Departamento de Justicia de los Estados Unidos, y encontró en Alcatraz el camino expedito para justificar su vida, la genial culminación de una carrera de fugas cada vez más descabelladas, facilitando su consagración en la mitología popular como una de las mentes criminales más notorias del pasado siglo.

 

Criminal, por supuesto, en el sentido menos infame del término, pues siempre apeló al ingenio antes que a la violencia o a la brutalidad en la que se había educado y que tanto detestaba. Nacido en Washington D.C. en 1926, ni siquiera conocía la fecha exacta de su cumpleaños, y no parece descabellado que a la pregunta de “¿Cómo fue tu infancia, Frank?” hubiese contestado lo mismo que su imagen fílmica en la película de Don Siegel y Clint Eastwood que comentaremos en breve: “Corta”. De familia y entorno tan desestructurado e impreciso como su futuro, basura blanca de entreguerras, Frank Morris amplió su versatilidad delicuescente conforme crecía, saltando del trapicheo con narcóticos a los atracos a mano armada hasta adquirir, primero en reformatorios y luego en correccionales, el rango de veterano. Gozar de un coeficiente intelectual muy alto le garantizó el pasaporte a Alcatraz tras un historial de evasiones particularmente audaces. Las autoridades federales decidieron que sus desmanes, en los que sin utilizar armas de fuego había puesto en ridículo todo tipo de disciplinas, terminarían en La Roca, antítesis de la lenidad. Allí desembarcó Morris, el preso AZ1441, el veinte de junio de 1960. No tardaría en intimar con sus futuros cómplices, los hermanos John y Clarence Anglin, dos buenas piezas procedentes del crimen organizado a los que había conocido en la Penitenciaría Federal de Atlanta, expertos atracadores con otra sustanciosa lista de intentos de fuga sobre sus espaldas. Otro confinado, Allan West, que ocupaba una celda adyacente a la de Morris, se unió al grupo. Conocía a John Anglin de la Penitenciaría de Florida, cumplía su segunda condena en La Roca y vestía con orgullo su reputación de criminal bronco; un tipo de los que imponen tanto respeto como miedo. Formado el equipo, la evasión comenzó a tomar forma en los primeros días de diciembre de 1961: Morris había detectado varios puntos débiles en la prisión, tanto físicos como de vigilancia, y West tomó el hallazgo de varias hojas de sierra oxidadas mientras limpiaba como un augurio de fortuna. La descabellada decisión de abandonar aquella cárcel, adoptada infructuosamente por treinta y seis presos desde su apertura, tardó seis meses en tomar forma, una apuesta que confrontó la determinación implacable con la duda de que ni siquiera se pudiese salir de las celdas, que lo de esfumarse a nado ya parecía una idea propia de dementes. Las posibilidades eran mínimas, debía confiarse en el talento propio tanto como en el azar, en la ausencia de flaqueza y en el trabajo continuado tanto como en la voluntad infranqueable de cada uno de ellos y en la mera suerte: como el resto de los reclusos, estaban a merced de que en cualquier momento se les trasladara de celda por el más nimio de los motivos. Lo cierto es que el plan resulta todavía hoy impenetrable para los investigadores y estudiosos, pues la astucia de los implicados, sus rudimentos y los señuelos, se adaptaban a las circunstancias de cada día. Cuando llegó mayo, Morris y los Anglin ya habían cavado un agujero en el hueco de respiración de sus celdas para abandonarlas cada noche, adentrarse en las tripas de Alcatraz y hacer un trabajo similar en los conductos de ventilación del bloque. Se organizaban en turnos, alternando trabajo y vigilancia con pequeños espejos. Las labores daban inicio a las cinco y media de la tarde y continuaban hasta las nueve de la noche, justo antes de que las luces se apagaran y se prohibiera cualquier tipo de conversación o actividad, aunque John y Clarence habían fabricado en la oscuridad las cabezas de los muñecos que ocupaban sus camastros durante el trabajo fuera de las celdas. Las cabezas, de gran tosquedad, fueron el resultado de una precaria mezcla de cemento con jabón, papel higiénico, pintura con tonos carnosos procedente de los talleres de arte de la prisión y pelo de la barbería. Con pegamento y chubasqueros robados, John Anglin preparó varios chalecos salvavidas y una rústica embarcación de unos dos metros cuadrados; Morris tenía pensado inflarla con un acordeón que solicitó tras apuntarse a uno de los talleres de música de la prisión. También acondicionaron un pequeño habitáculo en lo alto de cada celda para esconder los materiales de trabajo y las herramientas improvisadas. Entre las más sofisticadas, West era el responsable de un taladro hecho con una maquinilla de afeitar, puntas y un motor de aspiradora, artilugio al que renuncian para volver al trabajo manual, cansino y laborioso pero casi silencioso. Tras meses de tenaz preparación, el principal escollo, la enorme reja del respiradero, requería aún muchas horas de trabajo nocturno. El plan era burlar esas barras de hierro que impedían acceder hacia el tejado, descender por una cañería de drenaje y adentrarse en las peligrosas aguas por la zona noroeste de la isla, cerca de las oficinas principales y de la central eléctrica. Pero mientras Frank Morris y los hermanos tenían casi todo el trabajo preparado, West, cuya tarea había sido poner a punto los salvavidas y los remos para la embarcación sin trabajar en la complicada obra exterior, aún no había terminado el agujero de su rejilla de ventilación. La noche del once de junio, Morris dio la señal definitiva. Clarence Anglin trató de ayudar a West desde el exterior de la celda, pero sus intentos fueron baldíos. No pudieron hacer otra cosa que abandonarlo. Los reclusos treparon y descendieron por las cañerías, recorrieron unos ochenta metros sobre los tejados, se coordinaron para burlar las luces de vigilancia, y llegaron hasta la zona de las duchas. Y allí es donde su pista se desvanece. Desesperado, el cuarto hombre logró mover el respiradero y recorrer buena parte del tejado, pero para entonces sus compañeros habían desaparecido. Sin otra posibilidad, tuvo que volver a su celda, otra hazaña en sí misma. Entrevistado años después, aseguró que el plan era dirigir la lancha hasta Angel Island, descansar, volver a entrar en la bahía ocultándose por el lado opuesto de esa isla, nadar hacia un canal llamado Raccoon Straits y de allí hacia Marin. Habían acordado robar un coche, asaltar una tienda de ropas y tomar distintos caminos, pero ninguna denuncia de tales delitos se tramitó en el condado de Marin en un periodo de doce días. Los presos tampoco tenían amigos o familiares con los recursos suficientes como para auxiliarles. Habría costado miles de dólares poner un barco en la bahía noche tras noche esperando el día exacto. Tampoco había manera de comunicarse con los contactos externos para confirmar la fecha o el progreso de las preparaciones: las charlas con las visitas eran siempre vigiladas por funcionarios con auriculares, aunque se especuló con la comunicación mediante claves. El principal temor de los investigadores y las autoridades continúa siendo apasionante: si jamás se han logrado reconstruir con exactitud todos los ardides del plan de fuga, es decir, si no se han logrado desmenuzar todos los componentes materiales del delito… ¿cómo podemos afirmar categóricamente que unas mentes privilegiadas que durante meses pulieron cada detalle y burlaron la vigilancia no tenían perfectamente previstos los pasos tras abandonar para siempre la cárcel? Únicamente se encontraron dos salvavidas (uno en la bahía y otro en las cercanías del Golden Gate), un remo y cartas y fotografías pertenecientes a los Anglin y cuidadosamente forradas, lo que se interpretó como un intento de sembrar el desconcierto e insinuar sus ahogamientos. Semanas más tarde, el cuerpo de un hombre con ropas de presidiario apareció cerca de la bahía. Estaba tan deteriorado que no se pudo identificar. Ninguna otra evidencia ha salido a la luz desde entonces. El FBI decretó en el tardío 1980 que “Frank Lee Morris y los hermanos John y Clarence Anglin, si bien oficialmente desaparecidos, seguramente murieron ahogados”.

II

Es interesante comprobar cómo en “La Fuga de Alcatraz” (“Escape From Alcatraz”, 1979) Clint Eastwood se apropia de Frank Morris para garabatear otro patrón adecuado a esa visión del mundo escéptica pero profundamente moral, imperturbable pero consecuente que, con algunos matices y zonas de sombra, ha desarrollado en su carrera como actor y director. Clint Eastwood era ya un cineasta centrado en el cuestionamiento de su figura fílmica, como lo prueban “El Fuera de la Ley” (“The Outlaw Josey Wales”, 1976) y, con especial corrosión, “Ruta Suicida” (“The Gauntlet”, 1977), y por eso es significativo que recurriera a Don Siegel, amigo personal y maestro reconocido, para cederle el mando de un proyecto que por requerir una respiración opuesta a algunas de sus características como realizador (la dilatación y el rechazo de la premura, la abstracción o descuido consciente en la trama, la concentración sobre la definición de caracteres y los conflictos personales…) le resultaba difícil de manejar. Resulta anecdótico que Siegel ya hubiese dirigido “Riot in Cell Block 11” (1954), otra historia carcelaria más escorada hacia lo social; este relato demandaba una mano distinta, más centrada en la precisión, la concentración narrativa y el grano, y un cineasta como Siegel, dúctil y nada retórico, parecía hecho a medida. Existía otro motivo personal: Eastwood no había protagonizado un rodaje apalabrado para él, la considerablemente amoral “Charley Varrick” (1973), que hubiese supuesto su encarnación más ambigua y compleja hasta aquel momento. Fue sustituido por Walter Matthau, y ni el actor ni el director, tras duros encontronazos durante el rodaje, las feroces críticas de grupos feministas contra la película y el lanzamiento cobarde por parte de la productora, quedaron satisfechos. El reencuentro entre Eastwood y Siegel en su quinta colaboración permitió que la responsabilidad “autoral” se repartiera al cincuenta por ciento: el pulso es de Siegel, pero la apropiación de Frank Morris por parte de la estrella permite acercar el personaje hacia el actor: el Morris de “Escape From Alcatraz” se modula según algunas de las características que han convertido a Eastwood en un icono popular, la imagen de un invidualista cercano a lo marginal, reluctante hacia cualquier institución de poder pero temperado con un férreo concepto de la justicia (no escrita) y enfrentado a una serie de decisiones morales que exigen un posicionamiento o una vuelta a la acción con riesgo para su vida. Como es habitual, abundan en el planteamiento tanto los planos con sus miradas como los contraplanos de repercusión y toma de conciencia. Frank Morris no es sólo un maestro de las fugas, es el defensor de una serie de valores que la película proyecta, de forma harto maniquea pese a su impostada y algo engañosa sequedad, en la relación que establece con varios personajes secundarios, desde el insensible Alcaide “sin nombre” (usar el de Warden Blackwell, el auténtico, hubiese originado contratiempos legales) significativamente encarnado por Patrick McGoohan (el famoso “prisionero” televisivo) hasta distintos reclusos. La película pasa así, canónicamente, por todos y cada uno de los tópicos carcelarios: la consabida escena en las duchas, la reclusión en la celda de aislamiento, la somera descripción de la jerarquía entre presos, las injusticias y vejaciones oficiales, las dramáticas entrevistas con familiares, el altercado en el patio de la prisión y hasta el momento-Warner citado explícitamente en el breve travelling sobre los presos durante la proyección de cine en la cárcel. El humor soterrado, la impasibilidad, la lograda atmósfera y el buen ritmo son los que trascienden finalmente este engranaje mecánico y logran hacer de la película un título notable. Lo importante viene con la descripción de los preparativos de la fuga, sin que algunas diferencias respecto a los hechos reales enturbien la verosimilitud de lo narrado, siendo lo más significativo que Allen West se transforme en Charley Butts, personaje opuesto al modelo real, una decisión coherente en una cinta al servicio del estrellato. Pese a que esta obra pertenece por vocación y resultados a una tradición muy precisa, se han querido ver ecos de las impresionantes “Un condamné à mort s’est échappé, ou Le vent souffle où il veut” (1956) de Robert Bresson y de “La Evasión” (Le Trou, 1960) de Jacques Becker, seguramente por el despojamiento formal del que hace gala en comparación con el grueso del cine comercial americano moderno. Pero Siegel se conforma con ser lacónico, no le interesa la trascendencia del detalle o el gesto, como a Bresson, y sustituye la fisicidad del tiempo real de Becker por el uso de fundidos encadenados o elipsis para describir el esfuerzo y el rigor, una opción que funciona aceptablemente. Y aunque resulta aventurado en un sistema como el del cine comercial americano glosar las excelencias de un guión, suponemos que el que Richard Tuggle escribió según una parte de un libro del periodista J. Campbell Bruce era muy preciso y no sufrió demasiadas amputaciones: Clint Eastwood dará la alternativa como director a Tuggle en la morbosa “En La Cuerda Floja” (“Tightrope”, 1984), si bien los roces fueron allí tan considerables que el actor-director filmó la película casi en su totalidad. Cuando “La Fuga de Alcatraz” se estrena no tarda en convertirse en uno de los mayores éxitos económicos de la Paramount. Esa misma obsesión por el beneficio había clausurado Alcatraz en 1963. Seis años después un grupo de indios americanos ocuparon la isla, reclamaron la tierra y tras casi dos años de ocupación fueron expulsados. La historia de un fracaso acreditado se opone en nuestra conclusión a otro jamás demostrado y, pese a sus imperfecciones, la exitosa película hace justicia a una gesta que a todos nos gusta soñar como lograda.

José Luis Torrelavega

Agradecimientos: Roger Estrada

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