Una caja de seis discos reúne las influyentes primeras grabaciones del cantautor norteamericano aquejado de esquizofrenia. Tres décadas después prosigue el culto a quien, en canciones y dibujos, desveló nuestra propia idiotez.
Ofrece ese niño monstruoso llamado Daniel Johnston —el artista de punzante y tragicómica ingenuidad que rehuye la compasión ajena— materia idónea para establecer nexos entre esquizofrenia y creación artística.
Al fin y al cabo, el creador sufre un desdoblamiento similar, no perjudicial, al acceder a su otro yo, siempre agazapado en su obra. La relación entre manía depresiva y creatividad —ahorrémonos esa larga lista que siempre encabezan Van Gogh y Syd Barrett— la explican los especialistas anotando que ésta produce una elevada capacidad de concentración, permitiendo una total inmersión en el proyecto entre manos; una febril actividad, sin tregua ni descanso, que, pese a reportar un pasajero alivio, jamás obtendrá más recompensa que la frustración. Dicen asimismo que la bipolaridad aumenta la intensidad de sentimientos y emociones, la rapidez con que asociamos libremente ideas dispares. Ahí radica quizá la clave: todos sentimos y pensamos, pero no con esa virulencia, esa urgencia.
Pese a que haya vivido una existencia plagada por la enfermedad —que, psicosomática, se despliega desde el desorden mental hasta el metabólico: su adicción al azúcar y la coca-cola pronto le convirtieron en un obeso canoso y babeante—, conviene separarla de su obra. Canciones y dibujos construyendo ese escenario de gozos y temores, inspirados en comics superheroicos, películas de terror y relatos bíblicos, es decir, en la iconografía de una infancia a la que luego irán sumándose los malos tragos de la adolescencia. ‘’A partir de varias piezas fracturadas de la cultura norteamericana de mediados del siglo pasado, construyó un elaborado paradigma mitológico con el que organizar el mundo exterior’’, explica su biógrafa Tarssa Yazdani. ‘’Es algo común en los niños, sólo que Daniel nunca superó totalmente su sensibilidad infantil. En vez de ello, se adentró en su mundo interior, un adulto navegando los círculos dibujados por un niño. Hasta los recuerdos más bizarros de su infancia son tratados como verídicos en su obra adulta, conservan el sentido del asombro y la aceptación de los innegociables absolutos de la vida y la muerte’’.
Repito, separemos la demencia, que la hay, del genio, si lo hubiese. En principio, porque siempre aspiró a ser un artista famoso y, a su modo, lo ha logrado. Lo demuestra el revelador documental que en 2005 le dedicó Jeff Feuerzeig, The Devil and Daniel Johnston. De no padecer su enfermedad, las influencias cosechadas —comunes a la clase media estadounidense de los setenta— hubiesen dado un resultado similar, menos confuso y psicótico. El mundo de un Daniel Johnston cuerdo sería muy parecido, habría seguido el tránsito del Capitán América, Frankenstein o el fantasma amistoso Casper hacia sus propias criaturas, algunas tan recurrentes como el ubicuo sapo Jeremiah o el boxeador Joe. Mostraría la influencia negativa del fundamentalismo religioso en el que fue educado, haciendo creer a un niño ‘’difícil’’ que era un pecador, azuzando su paranoia contra el demonio en aquel orden maniqueo heredado de sus padres. Y también dibujaría ventanas por las que escapar: una idealizada visión del amor platónico, conservada en su máxima pureza por la no consumación sexual. O la diáfana brillantez melódica de las canciones de los Beatles, de las que saldrían su propia identidad musical y el empeño en mezclar realidad con mitología.
Otra cosa es la proyección que, aquellas canciones registradas desde principios de los ochenta en paupérrimas cassettes donde descubrimos su imposible vocecilla, tuvieron en el mundo alternativo, del musical (Kurt Cobain vistiendo la camiseta de Hi, How Are You?) al pictórico (Matt Groening y otros artistas reconociendo su fascinante cosmología). Una propagación mediática que generó una suerte de culto secreto: su público lo forman quienes se sienten desarraigados e incomprendidos, como la mayoría de adolescentes inconscientemente retardando la muerte de la infancia, y quienes se ven atraídos por la desarmante sinceridad de quien expone sus sentimientos tal cual brotan, en toda su vergonzante verdad. En vivo, resulta un inédito espectáculo, el de la patosa actividad de un ser aterido pero caprichoso, el niño grande dejado a su antojo. Esto produce una sensación de acto imprevisible, irrepetible; también anima a cuestionar si las actuaciones serán lo mejor para quién, con un punto de lucidez, desdeña la piedad pues se dice ‘’patético por elección’’.
En su presentación original, estas canciones no son producto asequible, sino áridas psicofonías y a un tiempo fascinantes invitaciones a cruzar el espejo. Hay en sus mejores creaciones ráfagas de estremecedora claridad y profundísima desazón, de conexión sin obstáculos ni artificios con lo más primario, aquello que nos hace humanos. ‘’Escuchando a Daniel Johnston suspendemos nuestras creencias y quedamos atónitos’’, explica el productor Kramer. ‘’Cuando canta sobre el amor no correspondido, me siento totalmente no correspondido e incluso olvidado. El verdadero arte nos recuerda lo pequeños que somos y, cuando le escucho, desaparezco totalmente. Es el sonido del propio Daniel haciendo equilibrios sobre una roca al borde del mar, gritándonos cual Ulises, un sonido que podemos ver y sentir además de oír. El sonido de la vida misma. El lloro del parto, el gozoso ruido de nuestra mortalidad. El sonido más antiguo del mundo: el arquetipo que reúne los demonios creativos pugnando en nuestro interior’’.
Obsesionado con la música hasta el punto que la familia decide trasladar al sótano el piano que aporrea día y noche mientras canturrea, Daniel Johnston (Sacramento, 1961) encontrará en su primera afición, el dibujo, además de un bálsamo para los avisos de tormenta, una forma de contacto social. Los episodios depresivos habían aparecido en los primeros años de instituto, ya mudados los Johnston a West Virginia, como una desconcertante anomalía en una familia modélicamente cristiana. En 1979 se matricula en la universidad y se produce el encuentro que cambiará su vida. Entra en clase Laurie, lozana y normal, que le sonríe y se sienta a su lado, instante que Daniel confunde con una visión sublimada del ‘’verdadero amor’’, momento que vertebrará su obra hasta hoy, convirtiéndola en su dantesca Beatriz. Se hacen buenos amigos, ella recibe sus dibujos con simpatía y le ríe las bromas, pero está saliendo con el hijo del dueño de una funeraria. Empieza a componer pequeñas canciones para Laurie y, al recibir ánimos en ese sentido, a grabarlas y reunirlas en cintas —captadas en un radiocassette barato— que organiza como álbumes.
Songs of Pain será la primera en 1981, seguida un año más tarde por Don’t Be Scared y The What of Whom, y en 1983 More Songs of Pain. La demanda propiciará que se siga explotando el filón en —las fechas son de publicación, no de grabación— The Lost Recordings I & II (1983), Retired Boxer (1984), Continued Story —donde le acompañan Texas Instruments— y Respect, ambas de 1985. Son grabaciones de una desabrida intimidad, cuyo defectuoso sonido —polucionado por ruidos domésticos o las interrupciones de una madre amonestadora— no logra frenar la urgencia comunicativa de quien canta, con júbilo rozando la idiotez, las peores tristezas y miserias, galvanizando un estilo único y primario, de austera pero efusiva expresividad. La fascinación por Laurie devendrá obsesión cuando ella queda embarazada y se casa con el responsable, que acaba de heredar el luctuoso negocio familiar.
La manía depresiva imposibilita entonces que siga asistiendo a clase y se traslada a Houston, donde vive su hermano Dick, en cuyo garage grabará Yip/Jump Music (1983), con mejor sonido. La convivencia se hace insoportable y vuelve a mudarse, esta vez a San Marcos con su hermana Margy. Allí completa Hi, How Are You? (1983), reflejo de las convulsiones que sacuden a la familia, confundida ante el hijo descarriado. Se entera entonces que planean internarle y se fuga con una feria ambulante. Al pasar por Austin, decide quedarse en una de las capitales estadounidenses del cómic. No publican sus dibujos pero, risueño, empieza a regalar cintas a los transeúntes en Guadalupe Street. Pronto llama la atención de una escena musical que le acoge: su primera actuación pública será con la banda local Glass Eye. Incapaz de enfrentarse al público tras sólo tres canciones, huye hacia el lavabo y se escabulle por la ventana.
El legado de estas cassettes —las seis primeras recién editadas por Munster en la caja The Story of an Artist, CD o vinilo, más libro ilustrado con texto de Everett True— aportan la cartografía para guiarse por un mundo melancólico, enojado, eufórico, depresivo, imaginativo o inquietante, que adquiere dimensión física en recurrentes figuras prolíficamente dibujadas: su alter-ego el boxeador de cabeza hueca —en la contrita «I Had Lost My Mind» reconoce que hay una grieta en la suya— protagonista de «Keep Punching Joe» y la secuela «No More Pushing Joe Around», plasmaciones de su conflicto emocional. O el sapo de antenas con ojos en las puntas, esas mujeres-objeto decapitadas y de cuerpo voluptuoso, los monstruos bondadosos, el malvado Vile Corrupt. Como toda saga, repite personajes y situaciones: la conmovedora «The Monster Inside of Me» tiene conclusión en la entusiasmada «I Killed the Monster», la estremecedora «Grievances» —con ese amenazante final: ‘’If I can’t be your lover / Then I’ll be a pest / Yes I will’’ (Si no puedo ser tu amante / Seré una plaga / Sí, lo seré)— pervive en «Don’t Let the Sun Go Down on Your Grievances». Poeta sin saberlo, cuando se aclara la mente es capaz de sintetizar, precisamente, un sentimiento universal en «Love Defined»: ‘’Love bears all things / Believes all things / Hopes all things / Endures all things / Love never ends’’ (El amor lo soporta todo / Cree en todo / Lo supera todo / El amor nunca tiene fin).
Otras volaron más alto gracias a interpretaciones ajenas: «Walking the Cow» por Dead Milkmen y Pearl Jam, «Speeding Motorcycle» por The Pastels y Mary Lou Lord. Esta proliferación de versiones era fruto del trabajo de Jeff Tartakov. Su relación se había iniciado en 1985: Jeff se encarga de registrar la autoría de más de doscientas canciones, duplicar cassettes y distribuirlos, además de velar por el accidentado día a día de su cliente.
En 1986 el Austin Chronicle le declara mejor compositor local, pero una amiga le dará a probar LSD durante un concierto de Butthole Surfers, episodio crucial que agudiza su desfase. Empieza a confundir a sus amigos con sicarios del maligno y acaba internado. Los contactos de Tartakov propician su primer viaje a Nueva York, donde pasará tres desopilantes semanas. El primer día, ante los estudios Noise NY de Kramer, le da un billete de cien dólares a un vagabundo y a continuación rompe a sollozar y rezar. Instalado en casa del batería de Sonic Youth —Steve Shelley, al que intentará estrangular— acaba vagando por las calles y se cobija en un refugio para sin techo donde le dan una paliza y le roban. Conoce a Jad Fair y participa en la grabación de un álbum de Moe Tucker, pero durante una visita a la Estatua de la Libertad es arrestado por pintar grafitis contra Satán. Las erráticas sesiones con Kramer producirán su primer álbum profesional, 1990. Volverá a grabarle en West Virginia, durante una etapa estable, con músicos reclutados en la iglesia local, dando como resultado Artistic Vice (1991).
Tanto extravío es naturalmente parte del trastornado juego del demente, instintivamente abocado a olvidar la medicación para reinar sobre la voluntad y mantener el regocijante desvarío. Hay también un empeño íntimo por salirse con la suya, por utilizar a los demás y construir un mito que aniquile a una de sus dos identidades en conflicto o las una definitivamente, poniendo fin a enloquecidos mantras sobre Laurie como la macabra «My Baby Cares for the Dead». ‘’Manipulaba a su madre, hasta el punto de que a veces la provocaba intencionadamente cuando la grabadora estaba en marcha’’, afirma Jeff Tartakov. ‘’Pero no creo que su obsesión por Laurie fuese algo que pudiese controlar, por lo que si hubo alguna manipulación de Laurie o de su obsesión por ella debió ser inconsciente. Siempre ambicionó ser famoso, estoy seguro que tuvo en mente la fabricación de su mito, desde el principio’’. Su amigo de aquella época, Dave Thornberry, añade: ‘’Necesitaba esa clase de amor, un amor imposible, lo disfrutaba pese a que le causara tanto dolor’’.
Durante los noventa llega la consagración, pero se repiten las recaídas, los internamientos. Graba un disco con Jad Fair y es invitado a programas radiofónicos —en uno de estos les canta a Yo La Tengo vía telefónica «Speeding Motorcycle»—, también enloquece en plena calle y, cuando una mujer mayor le increpa desde una ventana, sube dispuesto a exorcizarla y acaba arrojándola al vacío. Es invitado a actuar en los Austin Music Awards, pero en el vuelo de regreso, con su padre pilotando la avioneta, sufre otra crisis. Forcejean y acaban estrellándose en un campo de Arkansas. Pese a que el aparato queda destrozado, salen milagrosamente ilesos por la experiencia del patriarca, curtido en bombardeos a la flota japonesa.
Reinstalado en Austin, entra y sale del hospital mientras Tartakov negocia con Elektra y Atlantic. En el primer caso, un contrato sin precedentes: el artista no deberá producir en periodos de inestabilidad, no estará obligado a girar, se le tratará como a un genio frágil. Pero los demoníacos Metallica están en el sello, lo que inquieta profundamente a Daniel, y el trato con Elektra se aborta para desesperación de Tartakov, que es mal visto por la familia Johnston, ignorante del funcionamiento de la industria discográfica. Quieren un nuevo representante y lo encuentran en Tom Gimbel; Jeff se mantendrá como marchante de su obra gráfica, expuesta desde entonces en todo el mundo. Gimbel cierra contrato con Atlantic, que edita Fun (1994), álbum instrumentado por su productor Paul Leary, de Butthole Surfers, pues los temblores del tratamiento con litio le impiden tocar la guitarra. Su voz se resiente además de un hábito recién adquirido, fumar a destajo, y ha ganado peso por su adicción a la glucosa. Tras ver rechazadas las maquetas de un segundo disco —y una aparición en SXSW donde aulla ‘’¡Todos vamos a morir!’’ y abandona el escenario— Atlantic le despide. Estas sesiones conformarán Rejected Unknown (2001).
Hoy está al cuidado del entorno familiar. Su hermano Dick se ocupa de organizar ocasionales actuaciones —como la que en junio de 2005 le trajo a Barcelona en un hilarante recital, aún no sé si desdichado o genial— y ha negociado los álbumes Fear Yourself (2003), producido por Mark Linkous, Lost and Found (2006) e Is And Always Was (2009). Ha incluso lanzado un juego para i-Phone, aunque Daniel no parece recordar haber jugado a él. Está asimismo en preparación un biopic con el actor Gabriel Sunday interpretándole.
El majareta sigue a lo suyo, confinado en un estudio al lado de la casa familiar, donde amontona trastos y fetiches. Comediante lastimero, poeta de las obviedades que se nos escapan, de la alienación y la fealdad frente a la belleza y la pertenencia, charlatán de la frustrante confusión que acarrea la locura. ‘’Listen up and I’ll tell a story / About an artist growing old / Some would try for fame and glory / Others aren’t so bold’’ (Escucha y te contaré una historia / Sobre un artista que se hace mayor / Algunos persiguen fama y gloria / Otros no se atreven a tanto), cantó en «The Story of an Artist». Era, y es, él mismo. Un ser confundido guiándonos a quienes, desde la cordura, creemos conocer el camino.
Ignacio Julià