Ambiente de gala para recibir una nueva visita de los californianos, con el cartel de «no hay localidades» colgado en la puerta de la sala grande de Razzmatazz, y una audiencia tan nutrida como eufórica, expectante desde antes de que se apagaran las luces. Los acordes de «Spaceman in Tulsa», uno de los temas más destacados de su último trabajo, dejaban claro que no estaban para cumplir el expediente, sino para rubricar una excelente actuación.
La puesta en escena, sobria y elegante, sin artificios ni aspavientos, otorgaba todo el protagonismo a la música. Centrados en lo suyo, ejecutando con precisión, y al frente, un Adam Duritz en buena forma, liberando una intensidad arrolladora cada vez que se acercaba al micrófono. Esa impresión de fragilidad tan propia de su persona desaparece en cuanto canta con la expresividad y la emoción que le caracterizan.
Despacharon «Mr. Jones», su gran himno, a las primeras de cambio, la tercera del listado. Tocada en otro tono, con un tempo diferente y regateando los coros del público. Como si quisieran quitársela de encima, cumplir con el ritual de tocarla, sin más. Con la sensación personal de que están ya algo hartos de la canción que les cambio la vida.

El resto del concierto fue un recorrido generoso por toda su discografía, sin ningunear el presente. Le dieron un lugar destacado al reciente Butter Miracle, The Complete Sweets!, del que sonaron hasta cinco composiciones. Estas canciones nuevas no desentonan junto a los clásicos; conviviendo con ellos en armonía. Hubo momentos de comunión colectiva. «Omaha» sigue erizando la piel con su sensibilidad desbordante; «Mrs. Potter’s Lullaby» o un intenso «Round Here», que fusionaron con «Raining in Baltimore». También sonaron «Hard Candy», la sutileza de «Colorblind» o «Virginia Thorught the Rain», y su personal interpretación del «Big Yellow Taxi» de Joni Mitchell.
Musicalmente aplastantes. Compactos, centrados, pero apasionados e imaginativos en los matices. Se les nota cómodos, todavía disfrutando de pisar las tablas. Firmaron un cierre de concierto de altura, reservando dos ases bajo la manga para el tramo final: una conmovedora interpretación de «A Long December», y la celebrada «Rain King», que desató el delirio final ante una sala completamente entregada.
Counting Crows son, a estas alturas, un clásico contemporáneo. Sin excesivo ruido mediático, sin estrategias de marketing grandilocuentes, se han convertido en un pilar indiscutible del rock norteamericano más consistente de las últimas décadas. Deberíamos valorarlos en su justa medida, como lo que son: una de las grandes bandas de su tiempo.
Y no me gustaría finalizar, sin señalar un detalle cada vez más frecuente —y lamentable— en los conciertos: esa parte de asistentes que se pasa las dos horas parloteando sin cesar, ajenos a lo que sucede sobre el escenario salvo instantes puntuales, inmunes a las peticiones de silencio, molestando con los selfis y los móviles e ignorando a quienes reclaman un poco de respeto. Ayer, por desgracia, eran más de los deseables.
Manel Celeiro
Fotos: Marina Tomas






