Sin disfraces, tan solo con el pulcro carisma que la distingue, su guitarra acústica, como gran compañera y vestida de negro (color escogido para hacer gustoso juego con las cortinas carmesíes del local), apareció Joana Serrat en el escenario de El Molino.
La enigmática artista de Vic comenzó el recital con “Freewheel”, uno de los temas de su más reciente creación, apellidada Big Wave (Great Canyon Records, 2024). Esa voz tenue, dulce, penetrante, que resplandece cuando flirtea con gloriosas pausas, sugería un viaje privativo que nos llevara a lo más hondo de sus emociones, así fue. Cabe destacar el silencio respetuoso con el que los asistentes ampararon una propuesta tan intimista, triste (nos tildó, graciosamente, de masoquistas por querer que la función no terminara) y conmovedora como repleta de sentido rítmico, singularidad que impidió el posible tedio.
Consciente de la importancia del acontecimiento y sus innegociables apetencias sensitivas, Serrat pidió menos luz para encarar “Solitary Road”, jugada que le salió de perlas, llevándonos a Nashville en pocos segundos.
Si la novedosa “A Dream That Can Last” pareció atemporal, “Black Lake” (2016) no le fue a la zaga. Enamorada de Neil Young (clarividencia), pasión confesada al terminar el concierto, nos pareció que quizá, también lo está del Eric Burdon en tono melancólico. Cuesta encontrar similitudes en su quehacer. Joana arrebata (perdonen las familiaridades) porqué, aunque se cuelen Dylan, cachos de Eagles o cosas similares, consigue crear una atmósfera personal, inconfundible, al menos entre las cantantes que pululan por estos lares y confunden a nuestros tímpanos.
Lidiar con repertorio propio (tan solo lo saltó con “Cremo Per Dins”, espectacular cover del “I’m On Fire de Springsteen) y sin nada que la proteja de una posible caída, parece tarea quimérica. Sin embargo, cual estrella de circos añejos, se la jugó, vivió y se transformó, renaciendo como ave fénix; la espiritualidad de su tierra natal debe ayudar un montón. Obviando majaderías, lo rotundamente cierto es que el talento de nuestra protagonista, brilla en beldades tipo “Summer Never Ends”, “Flowers On The Hillside”, “Demons”, “The Garden” (segundo bis) o ese “This House” en la que demuestra que puede cambiar el registro vocal desde el susurro hasta notas altas, aunque esta no sea la zona donde le gusta alojarse.
De hecho, nos confesó que su hábitat preferido moraría en un cruce entre el canadiense Ryan Boldt (The Deep Dark Woods) y Sade Adu (genuflexiones). Al finalizar la ceremonia (algo tuvo el show de recogimiento religioso), nos confesó su admiración por la maravillosa intérprete, de origen nigeriano; nos unimos a esa pleitesía. Es probable que dicha devoción no les cuadre con ese country rock que ha elevado a Joana Serrat al cielo prometido. Escuchen, escudriñen y notarán concordancias. En el gusto está el secreto o la respuesta.
La concepción musical de Joana Serrat, quien pronto presentará nuevo álbum, va mucho más lejos que sus discos en solitario, como demuestra su inclusión en Riders Of The Canyon, un grupazo que nadie debería perderse. Los pajaritos habituales nos contaron que algunos despistados creían que la vigatana estaría acompañada por escuderos de postín, se equivocaron.
Esta experiencia buscaba intimidad, mostrar canciones en estado desnudo y exponer el trabajo creativo desguarnecido de cualquier tipo de adorno o vestimenta. A ella lo que realmente le gusta es componer, de todos modos, admitió que todo sería inútil sin los aplausos de los adeptos, quienes no escatimaron halagos ante esta sensacional propuesta. Joana, radiante, agradeció las muestras de cortesía. Brillante artista y mejor persona. Así da gusto.
Texto: Barracuda
Fotos: Marina Tomás Roch